Kalsoy, costa oeste. Isla perteneciente al archipiélago de las islas Feroe
Plácidamente sentado sobre blanquecinas rocas, que alcanzaron su pálido color como consecuencia de soportar, día tras día, durante siglos, el impacto que las olas descargan sobre ellas cuando la marea alcanza su más alto nivel, en esta fresca mañana del mes de marzo, dejo que los tímidos rayos del sol se posen sobre las pronunciadas arrugas de mi rostro, y con su calor –débil a esta hora de la mañana- suavicen mis cicatrices; las del rostro, naturalmente; cicatrices que, además del viento de montes y océanos y de los avatares de la vida -quizá esto último sea el elemento de erosión más agresivo- se han ido labrando día a día. Las cicatrices del alma no se suavizan con el sol; aunque, cierto es, que el conjunto que forman rocas, olas, sol, gaviotas chillando, espuma y olor a salitre –delicioso olor a mar- provoca en mí un sentimiento de placidez que, aunque en dosis muy pequeñas, lo encuentro reconfortante.
Contemplando esta maravilla de la naturaleza, percibo un sentimiento harto conocido. Es el mismo sentimiento que tantas veces se adueñó de mi espíritu cuando caminando por los montes de Villager, después de llegar exhausto a la cima del Miro, miraba hacia Villarino, sintiéndolo a mis pies; o cuando, desde ese mismo nivel geográfico, contemplaba el pico de Cuetonidio, mirándolo, con orgullo, de igual a igual; o cuando, aún con mayor esfuerzo, al coronar el Cornón, contemplaba los afilados y cortados riscos que vigilan Braña Viecha (Braña de Villar de Vildas). ¡Qué decir, si tiene uno la suerte de ver descender un rebeco dando saltos de más de 10 metros, de risco en risco, clavando literalmente las pezuñas sobre las afilados peñas, como si de un espectáculo circense se tratara! O, simplemente, la sensación que se experimenta al lograr, tras no pocas dificultades y sobresaltos, al alcanzar las más altas peñas de la Devesa de Carracedo, donde crecen, derechas como velas, las codiciadas varas de Silva, las que otrora se utilizaban para hacer las guichadas.
Con frecuencia, cuando me hallaba en cualquiera de esos parajes, dejaba viajar, más que la vista -esta sólo llega hasta el horizonte-, la imaginación, que es capaz de traspasar esa fina línea donde el cielo y la tierra se juntan, consiguiendo escudriñar en los más recónditos rincones del recuerdo.
Sentado sobre esas blanquecinas rocas, pensé que, aunque en apariencia tan diferentes, en la realidad, desde una observación puramente sentimental, el mar y la montaña, guardan gran similitud; hasta el chillar de las gaviotas me recuerda el graznar de los gallos de monte. Ambos, la montaña y el mar, guardan, celosamente, gran parte de nuestros secretos e ilusiones; secretos e ilusiones de jóvenes brañeiros, forjados a la vera de las sendas de los montes; así como secretos e ilusiones de marinos, que se fueron a lomo de las olas. ¡Cuántas penas, desilusiones, rencores, miedos, desengaños y orgullos heridos -instalados en el alma de los brañeiros, por mil diferentes motivos-, se quedaron enredados entre los matorrales de urces de Fuexio, o entre los cepos y piornos del camino de los Curriechos, o prendidos en las zarzas y ramas del Vatsinón! De igual suerte, los mismos o parecidos sentimientos de angustia y desesperación -aquellos que en forma de demonios habitan en el espíritu de los marinos- se quedan enganchados en las marejadas y tempestades de negras e interminables noches. Lo malo, en el caso de los hombres del mar, es que esas tormentas y fuertes marejadas que son capaces de arrancar y llevarse consigo los demonios que pueblan sus mentes, en ocasiones, no conformándose únicamente con eso, se llevan también sus cuerpos, arrastrándolos al fondo del océano.
Sumido en esos pensamientos, llegó a mi mente, con impresionante nitidez, un triste y desgraciado accidente acontecido en mi época de marino: Un ya muy lejano día –lejano en el tiempo, que no en el recuerdo-, concretamente, un cinco de diciembre cuya efeméride, aunque sin conseguirlo, trato de no recordar, cuando a bordo del buque Stjerneborg, un tween decker de bandera danesa, navegábamos por el Mar del Norte, frente a los fiordos de Kalsoy (la isla más septentrional del archipiélago de las Feroe), en una noche tan oscura como la boca de un lobo y en medio de una terrible tempestad, de pronto, una ola gigante, con el ímpetu de un tifón, barrió la cubierta, de proa a popa, llevándose consigo, además de los demonios de las mentes de los marinos, a un joven marinero portugués, de nombre Antonio Correia, que fue sorprendido y arrojado al mar, como si de un juguete se tratara, siendo engullido de inmediato por las oscuras y tempestuosas aguas del océano. El terrible oleaje que azotaba con pavoroso estruendo la amura del barco, además de hacer difícilmente gobernable la nave, hizo imposible su rescate. De nada sirvieron las dos docenas de linternas -con las que contaba el buque- que enfocadas todas ellas hacia la zona donde había caído el marinero, trataban inútilmente de escudriñar en el interior de las oscuras aguas.
Hoy, me acerqué a este solitario acantilado, en un bello y tranquilo arrecife de la costa mediterránea, donde suelo acudir, no tanto para tomar el sol, como para intentar lanzar al mar alguno de esos demonios que, en determinadas circunstancias, arañan y oprimen mi espíritu. Largas horas me pasé absorto en la contemplación de ese maravilloso espectáculo, que es, ver como las olas se destrozan contra las rocas, transformando el agua en blancos brotes de espuma, a la vez que el bramido del mar envía a la superficie su potente y autoritaria voz, advirtiendo, cual celoso mastín que al cuidado de su ganado en el monte, advirtiera a un posible intruso dónde está su límite de aproximación a las reses. En esa abstracción, dejé que mis pensamientos se encaramasen a lomo de las olas, y navegando sobre ellas, cruzaran esa línea, que allá, en lontananza, une mar y cielo. Incesantemente navegué sobre ellas sin encontrar tempestades ni marejadas que aminorasen mí velocidad de navegación, hasta encontrarme, de pronto, en el puerto de Santo Tomás de Castilla, en Guatemala. Allí, en el muelle “Santo Tomás”, como si el tiempo no hubiese transcurrido, en un caluroso y soleado día del mes de diciembre –en esa latitud, es verano en esa época del año- me encontraba yo, con unos cuantos años menos, dirigiéndome hacia la escalera que me conduciría a bordo del Stjerneborg, buque del que los estibadores portuarios terminaban de descargar la mercancía que quince días antes habíamos embarcado en Rótterdam. En un par de horas zarparíamos, navegando en lastre, hacia Puerto Ordaz, en el río Orinoco. Allí, en el muelle de la Ferrominera, en la desembocadura del río Caroní, después de navegar 120 millas por el Orinoco, a través de un paisaje selvático y de una belleza indescriptible, cargaríamos 20.000 Tm. de carburo de silicio, en big bags, con destino al puerto de Bergen, en Noruega. Al llegar a cubierta, apoyé la mano derecha sobre la barandilla de babor, me paré y, sin saber muy bien por qué –a mí nadie iba a despedirme-, tal vez con la única intención de contemplar la muchedumbre que se agolpaba en el muelle, en el inicio de la escalera, descubrí al portugués –así llamábamos todos a Antonio, un joven y alegre marinero- que se despedía de una hermosa muchacha, la cual, con los ojos llenos de lágrimas, más que abrazarse, se aferraba desesperadamente a él como si pretendiera impedirle viajar hacia su destino. Viendo la expresión de angustia reflejada en aquel hermoso y juvenil rostro, diría que, aquella muchacha intuía lo que días más tarde habría de suceder. El portugués, la separó suavemente, besó su frente y, con pasos lentos y pausados, inició la subida a bordo. Al llegar a mi lado, me saludó con una sonrisa -mezcla de melancolía y tristeza-, a la vez que, poniendo una mano sobre mi hombro, me preguntó:
– ¿Qué te parece mi menina -cariñoso apelativo de novia en portugués-, te gusta?
Sin darme tiempo a responder, continuó:
– En el próximo viaje, ya lo hemos decidido, nos casaremos.
– Si, es muy bonita –le dije- y espero que me invites a la boda.
Poco se imaginaba Antonio el portugués, que aquella sería la última vez que vería a su menina.
Los planes de los marineros, como los de los mineros, deben hacerse a plazo muy corto, porque, como decía un malayo que conocí en el puerto de Samarinda, en Borneo: “Los marineros, sólo si podemos contemplar el alba, tendremos la certeza de haber sobrevivido a la noche”.
En la mañana del día 10 de Diciembre, anclados y amarrados en el muelle Bryggen de Bergen, con el alma aún encogida por los sucesos vividos, presenté mi dimisión al capitán del Stjerneborg. Después de percibir mis correspondientes haberes, con el petate al hombro, descendí a tierra. Los tejados de las típicas y multicolores casas nórdicas, situadas a lo largo del muelle, al igual que sus bonitas terrazas, que en verano dan colorido y alegría al muelle, haciendo las delicias de marineros y viandantes, estaban cubiertas con una fina capa de nieve. La mañana era gélida. El enorme reloj colgado bajo la triangular cornisa del restaurante “Enjornnigen” marcaba las 9:25 h. a.m., y un barómetro colocado bajo el dintel de la puerta del restaurante, anunciaba lo que yo de sobra sabía: la temperatura era de –5º. Después de tomar un café con leche, para calentar el estómago, salí a la calle, y antes de cruzar al otro lado del muelle para dirigirme hacia la parada del autobús, me di la vuelta, para echar una última mirada a la amarilla fachada del local, y al estilo militar, saludé al unicornio de escayola que, colocado sobre un soporte en la fachada, recuerda el nombre del local. Acto seguido, di un largo paseo hasta la calle Stromgaten, en busca del autobús que habría de acercarme al aeropuerto, desde el que un avión de la Compañía Sabena me llevaría a Amberes y, desde allí, en un vuelo de Luft Hansa, viajaría hasta Madrid.
Mientras el avión cogía altura, volando sobre el mar, miraba hacia el océano y me preguntaba ¿Dónde descansaría Antonio el portugués? ¿Dónde estaría su cuerpo? ¿Habría algo de cierto en esa leyenda de las ondinas que, según cuentan viejos marinos, son seres que habitan en el fondo de las aguas y que emergen a recoger los cuerpos de los marinos ahogados para llevarlos al fondo del mar y, de alguna forma, restituir su vida? Al unísono me preguntaba ¿qué pasaría por la mente de la muchacha de Santo Tomás de Castilla cuando, pasando los días y los meses, no recibiese noticias de su amado Antonio?
Cuando llegué de vuelta a Villager, el pueblo estaba cubierto por medio metro de nieve. El silencio era total; solamente, el humo que las chimeneas, no sin cierta dificultad, lanzaban al aire formando blanquecinas espirales en forma de raros caracoles, era prueba evidente que el pueblo estaba habitado. Habían transcurrido solamente seis años desde que, un buen día, con una pequeña maleta y un montón de ilusiones –casi todas irrealizables- me subí a un autobús, camino de Gijón, donde habría de embarcarme hacia otros mundos; y, sin embargo, parecía que hubiese transcurrido toda una vida. Cuando apoyé la mano sobre el picaporte de la portona del corral, recordé la charla que, con la solemnidad del momento y a modo de despedida, me dio mi tío, el día de mi marcha: “Volverás, muchacho, volverás; tu cuna, aunque quizá ahora no lo aprecies, ha sido la montaña, no el mar. Cuando llegues a comprenderlo, volverás”.
Cuando con cierta dificultad, a causa de la nieve, conseguí abrir la portona, un antepasado de Pipo –creo que su abuelo, un enorme mastín de nombre Troski-, saltó sobre mí, haciendo que ambos rodásemos sobre la nieve, a la vez que lamía mi rostro incesantemente. Abrazado a él me dije, que mi tío tenía razón, que mis raíces estaban en el monte, no en el mar y, en aquel momento, me prometí, a mí mismo, que nunca volvería a embarcarme. Cumplí mi palabra, pero no pude impedir que el mar haya dejado impresa en mí alma una profunda huella y, a veces –sin poder evitarlo-, siento la imperativa necesidad de contemplar sus olas, escuchar su rugido, impregnarme de su olor.
Las mismas olas que, horas antes, se habían llevado mis pensamientos a tiempos lejanos, vinieron a devolvérmelos y, en su ir y venir, soltaron lastre al mar; el lastre de algunos demonios que, en determinadas circunstancias, en forma de recuerdos y sin poder evitarlo, torturan mi espíritu.
Estaba pensando que hacía mucho tiempo que no había publicado nada en tu Blog, cuando me dije, voy a mirar de nuevo por si Piorno a escrito alguna de sus magníficas historias, y mira por donde, efectivamente había una.
Esta vez querido Piorno, tu historia, producto de tus viajes y recuerdos, ha superado muchas otras ya contadas en tu Blog, en significado, belleza literaria y narrativa.
Hay en ella, muchos matices de carácter humano, pero también reflexiones filosóficas muy dignas de un análisis más profundo, que nos conduciría sin duda a comprender mejor lo que pretendes decirnos.
Mi profundo reconocimiento por tan bello relato, con el deseo de que sigas deleitándonos con muchos otros.
Gracias amigo.
Mi buen amigo Nano,
Gracias por tus bonitas y alentadores frases. Espero seguir escribiendo, si ciertas dificultades de salud no me lo impiden, ya que la escritura, como el sentarme en los acantilados a contemplar el mar, me sirve para alejar de mi mente ciertos nubarrones -podría llamarlo demonios-.
Espero, si esas mismas dificultades me lo permiten, poder leer los tres libros que has publicado. No tengo la menor duda que han de ser muy interesantes.
Un fuerte abrazo.
¡Qué mayores nos vamos haciendo! Ya casi vivimos de los recuerdos, a la vez que nos agarramos a la vida, pensando en si volverán algún dia otras aventuras.
Gracias por tus relatos llenos de aventuras, llenos de vida. Cuanta razón tienes que nos ayudan a sobrellevar lo que nos toca en esta vida. Espero poder seguir viéndonos y tomando algún vinín en La Campanona, en la Tres o donde sea.
Un abrazo.
¡Cuánta razón tienes, amigo Pucelania! Aunque, en mi caso, no es que me esté haciendo viejo, es que ya lo soy. Y aunque de espíritu, e inconscientemente, me parezca que no lo soy, los achaques y la pérdida de energía me hacen volver a la realidad.
Como bien dices, llegados a cierta edad, vivimos de los recuerdos, pero qué otra cosa puede quedarnos si no los recuerdos; de modo que no es de extrañar que nos refugiemos en ellos, puesto que lo que es futuro -al menos en mi caso- nos queda muy poco o ninguno. Como dijo el poeta: «Recordar es volver a vivir». Creo que tenía razón el poeta; imbuirnos en nuestros recuerdos es una forma de vida.
Un abrazo.
Seguro que podremos volver a encontrarnos en La Campanona y también en la 3 de Orallo; lo de tomar un vino, en mi caso, ya no es tan seguro. Tendré que conformarme con un mosto.
Tomaremos lo que sea, aunque sea un vaso de agua y charlaremos un rato. Te veo animado, el hecho de que nos refugiemos en los recuerdos no lleva apareado el desaliento, la entrega. Como dice el refrán, a vivir que son dos dias.
Un fuerte abrazo.
Ves lo que pasa al llegar a «mayor», se nos olvidan las cosas. Mañana iremos a pasar unos pocos dias en Orallo, a ver si preparó la huerta. Pocos dias, que también hay que visitar a los médicos, aunque sea por levedades y achaques de la edad.