Parecían pesarle las botas -botas de goma-, las últimas que había usado cuando subía al tajo con el martillo de picar en la mano. Caminaba despacio, muy despacio, sin apenas levantar los pies de suelo, a pesar de apoyarse sobre un cayado de avellano cuyo extremo iba embutido en un recatón de acero. Era uno de esos días los que las gentes de la montaña suelen llamar “días de perros”. Un tremendo aguacero con fuertes rachas de viento era una de las causas, aunque no la principal, que motivaba el cansino caminar de un hombre que, aunque con apariencia de anciano, no lo era tanto, pues aún no había cumplido los 50. La causa principal que motivaba su lento caminar no era su edad sino la silicosis en tercer grado que desde hacía ya algunos años padecía. Principal herencia de su vida de minero. Por su forma de caminar se diría que no parecía importarle demasiado estar calado hasta los huesos; incluso daba la impresión de que escuchaba con agrado el ruido que las enormes gotas de agua producían al caer sobre su ajado tabardo de piel y sobre su negra boina; para agravar la situación, un choche al pasar a su lado, más que salpicarle, le lanzó una ola de agua cubriéndole de pies a cabeza, sin que ello pareciera importarle demasiado. Al pasar frente a una casa situada al lado de la carretera, un hombre, que en aquel momento trataba de cerrar las portonas del corral, al verlo calado de pies a cabeza dejó una de las puertas a medio cerrar, a la vez que, casi gritando para hacerse oír, le decía:
– ¡Eh, buen hombre! Venga a resguardarse de la lluvia.
– ¿Para qué? -respondió, con voz entrecortada por la fatiga-.
Ya no puedo mojarme más de lo que estoy.
– Eso es cierto, pero si sigue bajo la lluvia puede pillar una pulmonía
y, a su edad, pues qué quiere que le diga…
– De algo hay que morir -murmuró por toda respuesta-.
– Pero ¡Hombre de Dios! ¿A dónde va usted con la que está cayendo?
– A ninguna parte -respondió-, mientras que, regalándole un
gesto que podría interpretarse como una sonrisa de agradecimiento, reemprendía su lenta marcha.
Se diría que no sentía correr la lluvia por todo su cuerpo. Quien le observara -sin conocerle- bien pudiera pensar que aquel hombre no era otra cosa que un anciano que, probablemente, por algún trastorno mental, había perdido la razón. Nada más lejos de la realidad, aunque motivos no le hubieran faltado para perder la razón, pues su travesía por este peregrinar, llamado vida, había sido un verdadero purgatorio. Cuando apenas contaba 14 años de edad empezó a trabajar, como guaje, en el pozo Santa Bárbara -entonces conocido como pozo La Rabaldana, por encontrarse en esa población ubicada en el Valle de Turón-; a los 16 años adquirió la categoría de ramplero y, con los 18 recién cumplidos le pusieron un martillo de picar en las manos, y picando estuvo en el pozo La Rabaldana hasta que los avatares de la guerra civil lo llevaron a Villager de Laciana. Allí, en la mina El Calderón, como no podía ser de otro modo, pues no sabía hacer otra cosa, volvió a empuñar un martillo de picar, martillo que ya no soltaría hasta el día en que la silicosis, alcanzado ya el tercer grado, convertiría aquel cuerpo que un día había poseído una fortaleza fuera de lo común, en un cuerpo casi sin vida, incapaz de caminar 100 metros sin tener que detenerse para intentar llevar un poco de aire a sus maltrechos pulmones.
Cada vez que se detenía, y lo hacía a menudo, se apoyaba con ambas manos sobre el cayado, y bajando la cabeza hasta apoyarla sobre sus manos, bien pudiera dar la impresión de estar meditando. Quizá fuera que el golpear de las gotas de la lluvia sobre su tabardo le recordaba el traqueteo del martillo mientras picaba o puede que recordara el miedo que sentía cuando oía restallar una trabanca sobre su cabeza, sin por ello dejar de apretar el martillo contra el carbón, pues antes que el miedo estaba el sustento de su familia; quizá fuera que, haciendo un recorrido mental por su existencia, su mente tratara de recuperar recuerdos de una juventud que, en realidad, nunca había tenido. Como era bastante usual en aquella época, contrajo matrimonio a edad muy temprana y desde entonces no se preocupó de otra cosa que no fuera picar carbón -lo máximo posible, hasta donde sus fuerzas se lo permitieran- para sacar adelante a su familia. ¡Quién sabe! Tal vez no meditaba, sino que lo único que trataba era, sencillamente, poder respirar. Quizá más que pensar, contemplando ya muy cerca el final de su vía crucis, en su interior estuviera pidiendo a gritos poder descargar de sus hombros aquella terrible y pesada herencia que la mina le había legado.
Ahora a no dejarse pegar seas civil o guardia civil. Ojo por ojo y diente por diente. La otra mejilla la ponen los católicos y por lo que lo que se ve en Cataluña no todos porque los pro indepes largan. De pacíficos nada así que un buen martillo de 29 CMS en la entrepierna y al que te agreda le partes la nariz. Ya está bien de resistencia pacífica ante tanto bestia
Gracias por el regalo
Con un relato pausado y sereno, lleno de ternura y humanismo, como su propio caminar, dibujas el andar de un hombre cargado con la amargura de su silicosis y el recuerdo de sus años de minero en las profundidades de las minas de Laciana. Es bueno que, a pesar de su crudeza, relates las vivencias de aquellos esforzados y rudos colosos, que sabiendo los peligros que corrían afrontaron su destino con valentía y responsabilidad.
Permíteme que cite dos de tus libros (HÉROES DE LA OSCURIDAD Y DEL SILENCIO y LA SENDA DE AQUELLA MINA) por si alguien necesita adentrarse en ese mundo sacrificado y oscuro de las minas. Forman sus relatos, parte fundamental de la historia reciente de nuestra querida montaña leonesa.
Gracias amigo Piorno.
Piorno, no se si conociste a mi abuelo pero por el relato que escribiste yo diria que si lo conociste porque asi lo recuerdo yo.
Inés,
No sé si conocí a tu abuelo. Si era de Villager, casi seguro que lo conocía. Ese retrato que, como dices, hice de él, es el retrato de tantos y tantos mineros de otra época; de hecho, puedo decirte que cuando lo escribí estaba pensando en mi padre.
No Piorno, mi abuelo no era de ese pueblo que tu dices, era de la Rabaldana de donde soy yo tambien, pero como el hombre de tu relato tambien habia trabajado en la Rabaldana, pensé que tu serias de alli.
Hola Inés,
Me alegra mucho que alguien de la Rabaldana se haya asomado a este foro. Mis padres, de recién casados vivieron en El Puente Villandio, que siendo tú de la Rabaldana, seguro que lo conoces. Como mi padre trabajaba en el Pozo de la Rabaldana -Para los que no conozcan la zona, el verdadero nombre del pozo es El Pozo Santa Bárbsara-, se fueron a vivir a La Rabaldana. Allí nacieron tres hermanos mios. Yo, por azares de la guerra civil, nací en Villager de Laciana. Un pueblo minero que no se diferencia mucho de La Rabaldana. Como podrás ver, yo no he podido conocer a tu abuelo. ¿Sigues viviendo allí?
Saludos cordiales de un «casi» paisano.
Amigo Piorno:
Los que hemos nacido en una cuenca minera y somos hijos de mineros, vivimos la cruda realidad que nos recuerdas en tu relato. Aquellos eran tiempos para titanes, para héroes que debían arriesgar su propia existencia en aras de un bien mayor, el bienestar de sus familias.
Casi un siglo de minería en nuestra zona y ahora que las modernas formas de arranque habían minimizado la silicosis y los accidentes mortales, por fortuna, eran escasos se produce el cierre de las explotaciones mineras. ¡Qué poco dura la alegría en casa del pobre!
En estos días se cumple el centenario de la MSP, que como a otras empresas mineras ya le llegó el ocaso. Leí en prensa la presentación de un libro de Víctor del Reguero sobre esta efeméride.
En cuanto al intercambio de identidades es pura anécdota. En estos casos, que a mi me ocurren con frecuencia, me consuelo pensando: “ Errare humanum est”.
Un fuerte abrazo amigo Piorno.
Amigo Nano,
Gracias por tus palabras de ánimo. Tus comentarios tienen siempre, además de una gran belleza literaria, un ingrediente de estímulo que anima a seguir escribiendo.
Un abrazo
Amigo Teofichu,
Como bien dices, los que nacimos en el seno de una familia minera, algo sabemos de los sacrificios que por nosotros hicieron nuestros padres, en una época en la que la mina, además de exigir un enorme esfuerzo, encerraba un gran peligro. Quizá, para quien no haya conocido esa vida, piense que exageramos; pero, en realidad, creo que nos quedamos cortos. Creo que nunca agradeceremos bastante lo que por nosotos se sacrificaron aquellos hombres que, en mi opinión, deben ser calificados como auténticos éroes.
Cuando tenga el placer de volver a encontrarte, espero que no sea en un tanatario, como fue la última vez.
Un abrazo.