En la fría mañana del 1 de Enero de 2009, en La Mata de Curueño, a eso de las once, cuando el débil sol de esa época del año trata –aunque sin conseguirlo- de suavizar los rigores invernales, unos tímidos rayos se proyectaban sobre las campanas de la iglesia de San Martín, en la plaza de D. Felipe Fernández, como si pretendieran, con sus frágiles destellos, hacerlas repicar y, de ese modo, terminar con el silencio reinante. La plaza, como el resto del pueblo, a esa hora de la mañana, a consecuencia de la baja temperatura, por una parte, y la celebración de la entrada del nuevo año, hasta altas horas de la madrugada, por otra, se encontraba completamente vacía; tanto así, que alguien que se acercara a ella y que no fuera del pueblo, sin duda pensaría que se trataba de un pueblo abandonado.
Eso debía estar pensando Antonio, un hombre de edad avanzada, un viejo minero, quien abrigado con un raído tabardo de grueso paño, tocado con negra boina y calzando botas de goma –las botas de goma que usaban los mineros para trabajar-, aunque con paso lento y cansado, a consecuencia de la nieve, de la edad y, sobre todo, de la silicosis en tercer grado, había conseguido llegar hasta la fuente que hay en el otro extremo de la plaza. Para dar un descanso a su penosa respiración se apoyó sobre el brocal de la fuente. De este modo trataba de conseguir que un soplo de aire entrara en sus destrozados pulmones, cuyos alvéolos, repletos con el polvo del carbón picado durante años, apenas si permitían la entrada del tan necesario aire. Desde su posición dirigía la mirada hacia el banco de piedra situado al pie de la torre de la iglesia, justamente bajo el campanario. Probablemente, pensando que sentado sobre aquel banco, con la torre de la iglesia resguardándose del frío viento, estaría bastante más a gusto, pero, lamentablemente, el banco, al igual que toda la plaza, estaba cubierto por una gran nevada y sus pies empezaban a dormirse como consecuencia, no solamente de la baja temperatura, sino, en buena medida, a causa de sus problemas con el riego sanguíneo. Quizá, lo más acertado –pensó- sería acercarse al bar Las Colineras, que en esos días de fiesta no cierra, y llevarse al gaznate un buen trago de orujo, sentado junto al fuego de la chimenea.
Con su lento y penoso caminar se dirigió hacia el bar. Mientras caminaba recordaba otros finales de año de otros tiempos cuando en la cena de Noche Vieja, en torno a la mesa, se sentaba con su mujer y su hijo, y sin poder evitarlo, un profundo suspiro brotó desde lo más profundo de su alma al recordarlo. ¡Qué tiempos aquellos! –pensó-. Por más que ya eran muchos los finales de año que cenaba solo, no conseguía acostumbrarse a la soledad; bueno, lo de cenar era un decir, porque recordando a sus seres queridos no conseguía probar bocado. Qué extraño e hiriente le resultaba cuando algún vecino, con la mejor intención, le deseaba feliz salida y entrada de año; que poco se imaginaban lo terriblemente duras que esas fechas eran para él. Aunque, tratando de no pensar, se acostaba más temprano que cualquier otro día del año, las imágenes de su mujer y su hijo no le permitían conciliar el sueño.
Su hijo, un muchacho de 18 años recién cumplidos, había fallecido en la mina a consecuencia de una explosión de grisú. Su mujer, desde siempre de salud muy delicada, no había podido resistir el impacto recibido cuando apostada a la entrada de galería, junto con otras madres, vio llegar el cadáver de su hijo a hombros de cuatro compañeros. Cuando lo depositaron sobre una camilla, abrazándose a aquel cuerpo sin vida, sin poder llorar ni tampoco pronunciar una sola palabra, sufrió un infarto quedando muerta sobre el cuerpo de su hijo.
Cuando Antonio llegó al bar tenía los pies tan entumecidos que no sentía nada en ellos. Se acercó a la chimenea en la que unos troncos de roble ardían chispeando y restallando incesantemente, proporcionando un delicioso calor. De un solo trago vació la copa de orujo que entre tanto le habían servido, produciendo un resquemor en su garganta que parecía no pasar nunca, pero lo cierto es que entre el calor de la chimenea y el orujo, su cuerpo experimentó una transformación térmica que le llevó a quitarse el pesado tabardo, aunque no tardó en volver a ponérselo porque, con buen criterio –pensó- que lo mejor que podía hacer era caminar para que los pies no volvieran a enfriarse.
Salió del bar y se encaminó hacia la calle Real para, desde allí, salir a la carretera. Evidentemente, la nevada, por una parte, y el hecho de ser el día de Año Nuevo, por otra, hacían que el tráfico rodado fuera inexistente, lo que le permitía caminar por el centro de la calzada de forma despreocupada y tranquila. El caminar por una zona umbría tenía el inconveniente del frío, pero, a su vez, tenía la ventaja de que la nieve que cubría la carretera estaba lo suficientemente dura como para poder andar sobre ella sin que los pies se hundieran demasiado. Al fondo, las peladas copas de una hilera de altos chopos, al ser acariciadas por los tímidos rayos del sol y al compás del suave viento, se mecían suavemente como queriendo dar la bienvenida al nuevo año.
Antonio, el viejo minero, caminaba lentamente, como entreteniéndose en escuchar el chasquido que sus botas producían al contacto con la nieve. De vez en cuando se detenía; su mirada se posaba sobre la reluciente blancura que cubría la Peña Pequeña, la que está por encima de la Vecilla, pero, aunque su vista pareciera dirigirse hacia la nevada montaña, en realidad, hacia donde él miraba, era hacia su propio interior recordando pasajes de su vida. Aunque nacido en La Mata de Curueño, Antonio había pasado una buena parte de su vida en Matallana del Torío, en la cuenca minera de Ciñera-Matallana, donde se encontraba el Pozo Balanza. Allí había transcurrido, probablemente, la parte más feliz de su dura vida. En aquel pozo, entre puntalas y trabancas bañadas con el sudor y, no pocas veces, con la sangre de los mineros, habían quedado enterrados los mejores años de su juventud. Cuando en 1956, el Pozo Balanza entró en funcionamiento, él fue uno de los picadores experimentados que, buscando una mejor retribución económica, cambiaron su puesto de trabajo en la mina Picalín por uno en el Pozo Balanza, donde en aquellos días se iniciaba la explotación del mismo.
Mientras sus botas de goma hacían crujir la dura nieve, al caminar, recordaba el traqueteo del martillo mientras picaba y, aquel crujir de la nieve, de alguna forma, le recordaba el restallar de las trabancas de pino, cuando, en ocasiones, el techo del taller cedía y el alma del picador cabía en un puño. Recordaba el castillete que, con la Escama de Correcillas, al fondo, se erguía altivo sobre las demás edificaciones, como si de un rey se tratara. Su gesto se entristeció al recordar en qué había terminado todo aquello. Hoy, únicamente, como a modo de recordatorio, los dos arcos entre los que el castillete se elevaba, parecen mantener su particular lucha por mantenerse en pie.
De vuelta a La Mata de Curueño, el sol había conseguido descender hasta los prados y, sus rayos, aunque débiles, proporcionaban un plateado resplandor a la nieve, al tiempo que hacían más agradable la mañana. Caminaba aun más lento que de costumbre. Se diría que no tenía interés en llegar a casa; tal vez temiendo a la soledad que, con toda seguridad, en ella iba a encontrar. Cuando llegó a la plaza, como hiciera a la ida, apoyado sobre el brocal de la fuente, dirigió su mirada hacia el campanario de la iglesia y, sin poder evitarlo, en su mente se reprodujo el tañido de aquellas campanas -tantas veces escuchado- como consecuencia de la muerte de algún minero. Alguno al ser aplastado por un costero, otros, como su hijo, quemados por la explosión del maldito grisú, gas que -así lo escribió José León Destal:”Cuando el grisú vino al tajo hambriento de carne viva”- cuando aparecía se llevaba por delante cuanto a su paso encontraba; otros, como sin duda iba a ser su caso, con los pulmones destrozado por la silicosis, pero nunca aquel tañido había penetrado en su cerebro con la intensidad del que las campanas de aquella iglesia habían producido en aquel fatídico día en el que doblaban a muerte por su mujer y su hijo.
Contemplando aquellas campanas trató de imaginar como doblarían el día que él –lo imaginaba ya cercano- se fuera para siempre. Ese día –se dijo- las campanas deberían doblar pero no a muerte sino a gloria, porque yo -pensaba-, además de que ya no hago nada en este mundo, para mí la muerte solamente significará el final de una pesada carga de soledad y sufrimiento.
No digas eso…no estas sólo
Campanona, no sé qué has querido hacer, pero no ha salido ningún comentario.
No sé muy bien a qué comentario mío te refieres.
Hola amigo Piorno:
A lo largo de este mes que ha transcurrido desde que has publicado este último relato, he entrado en tu blog varias veces y otras tantas lo he leído, pero no me encontraba con ánimo de hacer ningún comentario por la tristeza que me producía sentir el dolor y la soledad de ese hombre, sin tener nada más que sus recuerdos para pasar los días y las horas de lo que le quede de vida. Yo no he vivido de cerca la vida del minero, pero me hago una idea de lo dura que puede llegar a ser, sobre todo cuando los años han pasado dejando un reguero de penas y desgracias, precisamente cuando en estos últimos años es cuando más se necesita el cariño y la compañía de quienes te han acompañado a lo largo de tu vida. Antonio, buen hombre, conserva viva la felicidad que has compartido con tu mujer y tu hijo, y que ella te ayude a soportar las horas de silencio que aún te quedan por vivir.
Guaja.
Amiga Guaja, como siempre, tu sensibilidad aflora en cada uno de tus comentarios. Recordando casos como el de Antonio, uno llega a preguntarse si esto que los mortales llamamos vida, para muchos no es otra cosa que el expiatorio paso por el purgatorio. Si eso fuera así, Antonio hace ya algunos años que expió sus culpas y, en todo caso, lo que hay de cierto es que ha dejado de sufrir.