Un día, tal como hoy, festividad de San José, de hace ya tres años, mi entrañable y enigmático amigo Manolo Josefón, quizá pretendiendo ir a reunirse con su hijo –fallecido en accidente minero, a la temprana edad de 18 años-, se fue para siempre. Muchas veces, desde entonces, tuve in mente recordarle en este blog, pero cuando me sentaba ante el ordenador apenas si conseguía escribir dos líneas y la vista se me nublaba a consecuencia de las lágrimas, a la vez que los recuerdos de toda una vida se agolpaban en mi mente impidiéndome seguir escribiendo. Fuimos amigos desde niños y conservamos nuestra amistad por encima de diferencias ideológicas, de mentalidad o de forma de pensar, a lo largo de setenta años. Los lectores de la extinta revista El Mixto pueden dar fe de que, en la mayoría de mis relatos publicados, con frecuencia había una anécdota en la que mi amigo Manolo era la figura principal.
Han pasado tres años y, aun cuando su recuerdo sigue vivo en mi cerebro, cierto es que el tiempo mitiga los sentimientos, y hoy, en el tercer aniversario de su muerte, me considero en el deber de hacer un pequeño homenaje a su memoria, y no se me ocurre mejor manera de hacerlo que tratando de dar a conocer al verdadero Manolo Josefón, a los lectores de este blog. Ciertamente, para dar a conocer, en todo su valor, sus muchas cualidades y, sobre todo, su gran corazón, sería necesario escribir un libro de mil páginas. Como eso no es posible, trataré de hacerlo relatando un hecho acontecido una mañana de verano cuando ambos nos encontrábamos sentados en el alto de la Pinietsa; hecho éste que, aparte de mostrar cómo era y cómo pensaba Manolo Josefón, va muy en consonancia con la manera de entender y enjuiciar la política actual en nuestro País, por buena parte de la sociedad. Este relato lo publiqué –no recuerdo si fue en la desaparecida revista El Mixto o, en el igualmente desaparecido, boletín de Xeitu- hace ya varios años. Que me perdonen los lectores de la revista El Mixto que ya lo hayan leído, pero deseo que los lectores de este blog que, muchos de ellos, por vivir lejos de Laciana, no tuvieron ocasión de hojear la mencionada revista, y que, por consiguiente, no habían leído nada relacionado con Manolo Josefón, conozcan quién y cómo era el bueno de Manolo.
“En una soleada mañana de principio de verano, mientras las vacas refrescaban sus patas en el agua –más lodo que agua- que aún le quedaba a la laguna de Buenverde, Manolo Josefón y yo, sentados en el alto de la Pinietsa, mientras fumábamos un cigarrillo, en mutuo silencio, nos deleitábamos en la contemplación del hermoso paisaje –no por muchas veces visto, menos hermoso- que desde ese alto se divisa, siempre y cuando uno dirija la mirada hacia el valle y no hacia lo que en otro tiempo, a espaldas de los montes de Orallo, era la braña de Fuesio, hoy convertida en una mezcla de cráter lunar y desierto. Aunque nada decíamos, en nuestro semblante, a pesar de las arrugas que el viento de la montaña y, por qué no decirlo, también los años, labraron en nuestros rostros, hubiera podido leerse un sentimiento, mezcla de rabia y nostalgia, motivado por la desoladora panorámica que aquel monte, antaño conocido como Fuesio, ofrece a quien hacia él dirijiera la vista; nostalgia al recordar otros tiempos, cuando en compañía de otros brañeros de Villager (Luciano el del Conde, Luis el del Síndico, Eliseo el del Garfiecho, Benigno el Xiplo y tantos otros), en los atardeceres del verano, llevábamos las vacas para que pastaran la fresca y abundante hierba de su pradera; rabia, porque es difícilmente comprensible que se permita destruir la naturaleza de ese modo.
De pronto, el ruido del motor de un todo terreno interrumpió nuestro silencio. En el camino, dando vista a Buenverde, como brotado de las entrañas de la tierra, cubierto de polvo y bramando cual animal herido, apareció el vehículo. El conductor lo detuvo, apagó el motor, abrió la puertezuela, y después de echar pie a tierra y echar un vistazo a su alrededor, a la vez que se sacudía el polvo, con paso -más que lento, parsimonioso-, se dirigió hacia nosotros. Era un hombre de unos cincuenta años, estatura media y bien parecido. Cubría su cabeza con un sombrero de ala ancha, de fieltro; vestía con elegancia un traje gris marengo, camisa blanca y corbata azul con finas rayas blancas; los zapatos, aunque cubiertos de polvo, dejaban traslucir su color negro. En su rostro se dibujaba un inconfundible gesto de contrariedad, casi podría decirse que de hondo disgusto.
Manolo Josefón, me miró y, aunque nada dijo, en su mirada pude leer algo así como ¿Dónde va este tío con esa pinta? La verdad es que aquel atuendo no era el más adecuado para ir al monte, aunque fuera a bordo de un imponente todo terreno –nada que ver con el viejo Land Rover de Pacón el de Rabanal-. El hombre, después de pasear su mirada por todo el contorno de Buenverde, se acercó hasta la piedra donde Manolo y yo estábamos sentados. Una vez a nuestra altura se detuvo y, sin mediar palabra, dirigió su mirada hacia el valle. Majestuoso –exclamó. Luego, dirigiéndose a nosotros, después de darnos los buenos días, continuó: -Vale la pena la tortura del camino, que de verdad es infernal, por contemplar esta maravilla que hace que uno se olvide de la tortuosa subida. Y, como para consigo mismo, en voz baja, dijo: Y hasta casi es de agradecer el disgusto sufrido por la disputa con mi amigo, pues de no ser por eso jamás se me hubiera ocurrido subir hasta aquí.
Manolo, entre tanto, se había levantado situándose al lado del desconocido, probablemente con intención de entrar en conversación y, en lo posible, saciar la curiosidad que las palabras de aquel hombre le habían causado. El desconocido y Manolo se observaron mutuamente durante unos segundos. Por fin, Manolo, ante el temor que el forastero se fuera sin entablar conversación, se atrevió a decir:
– De modo que decidió usted subir a la braña porque se peleó con un amigo.
El hombre, algo turbado quizá por el comentario tan directo de Manolo o quizá avergonzado por haber expresado en voz alta algo que únicamente a él incumbía, bajó la vista y se tomó un tiempo antes de responder. Yo creí que iba a decirle que eso era cosa suya, pero él, levantando la vista nuevamente, respondió:
– Pues sí, ya ve usted. Por extraño que pueda parecerle, ese fue el motivo.
Manolo, rascándose la cabeza sin quitarse la boina, como en él es habitual cuando algo le resulta extraño o no llega a comprender, a la vez que ofrecía un pitillo al forastero, que rechazó diciendo que no fumaba, dijo:
– De modo que, si no entendí mal, usted se pelea con un amigo, y todo lo que se le ocurre es subirse a su flameante todo-terreno y, monte arriba, hasta Buenverde. Pues ya ve usted, Piorno –dijo apuntando hacia mí con el dedo- y yo que somos buenos amigos, cuando nos peleamos, que es con frecuencia, lo que no queremos, precisamente, es subir a la braña. Cuando esto sucede, cada uno le dice al otro: hoy te toca subir a ti.
– Mi amigo y yo –dijo el forastero-, la verdad, discusiones sin importancia, solemos tenerlas también con frecuencia, pero, lo de esta vez fue diferente. Mucho me temo que hayamos cruzado una línea sin retorno, pues han mediado insultos y eso resulta difícil de perdonar y, menos aún, de olvidar. Con la vista en el suelo y como hablando consigo mismo –continuó- ¡Y pensar que todo ha sido por una absurda discusión sobre política!
-¡ Ufff ! -Exclamó Manolo-, mala cosa discutir de política con un amigo. Por lo general suele terminar como el rosario de la aurora. Claro que, en esta ocasión, si le ha servido para conocer Buenverde, quizá no haya sido tan malo.
El forastero quedó en silencio durante un par de minutos. Se le veía disgustado y, más por sus gestos que por su forma de hablar, se diría, incluso, que se encontraba a disgusto consigo mismo. De pronto, como despertando de una pesadilla, levantó la vista y con aire, aparentemente, más sereno se dirigió a Manolo, de esta guisa:
– ¿Cree usted que debe permanecer la amistad por encima de tendencias e ideologías políticas?
A Manolo aquella pregunta le dejó descolocado. Miraba a un lado y a otro como buscando ayuda o, al menos, a mí así me lo parecía -más adelante veremos cuán equivocado estaba yo-, hasta que, por fin, acudiendo a su gesto salvador –darle un par de vueltas a la boina-, después de respirar hondo, dijo:
– Esa pregunta, en sí misma, desde mi particular punto de vista, requiere una respuesta, no tanto de carácter político como filosófico; y yo, distinguido señor, no he tenido más profesor de filosofía que mis vacas, y la única universidad que he pisado ha sido la de la braña. Todo lo que sobre el particular puedo responder, si es que he de hacerlo, no será otra cosa que las reflexiones de un humilde brañeiro que ha pasado la mayor parte de su vida pastoreando vacas por esos montes. Debo decir, para ser justo, que con la ayuda y la inestimable compañía de mí amigo del alma –volvió a señalarme con el dedo mientras hablaba. Tampoco quiero olvidarme de nuestro fiel amigo Pipo –dijo señalando al mastín que estaba tumbado a la sombra de un piorno-, que sin él, en ciertos momentos, no sé qué hubiéramos podido hacer. De modo que no es necesario que le diga que son reflexiones carentes del mínimo rigor científico, pero que, puesto que usted me pregunta, voy a responderle. Para empezar, y si hablamos de amistad, le diré, que Piorno es el único verdadero amigo que he tenido a lo largo de mi dilatada existencia.
He de decir, sin ánimo de exagerar, que oyendo a Manolo hablar con ese, para mí, desconocido léxico, en ese momento, creía estar alucinando. Tan abstraído me encontraba, que no observé como Manolo, echando mano del pañuelo, se restregaba los ojos, en apariencia para limpiar alguna mota de polvo, aunque, en realidad, lo que yo creo que hacía era secar unas lágrimas de emoción, que quizá recordando acontecimientos vividos por ambos, a lo largo de toda una vida, amenazaban con traspasar la cortina de sus párpados. Después de guardar el pañuelo, continuó:
– Ciertamente, a lo largo de tantos años, uno ha tenido, y de hecho sigue teniendo, varios amigos –solemos catalogarlos como tal- que, aun manteniendo con ellos una buena relación, suele ser una amistad, como dijo el escritor italiano Carlo Dossi: Amistades que son como la sombra que te sigue mientras dura el sol. La amistad con Piorno es otra cosa; podría decir, emulando a Aristóteles, que nuestra amistad es un alma que habita en dos cuerpos; un corazón que habita en dos almas. Ambos sabemos que, en cualquier momento que ello fuere necesario, pronta estaría la ayuda del uno al otro, sin reservas, sin condiciones y sin exigir ni esperar nada a cambio. Políticamente, su ideología y la mía están a años luz y, aunque alguna que otra vez mostramos nuestros diferentes puntos de vista, ambos respetamos las ideas del otro y, sobre todo, procuramos no llevar nunca nuestras diferencias intelectuales al límite. Ambos sabemos que el fuego sirve para calentarse, pero, también sabemos que si tratásemos de coger las incandescentes brasas con las manos, sin lugar a dudas, nos quemaríamos. Como seres racionales que somos, aunque a veces no lo parezca, ambos coincidimos en que es un sano ejercicio el usar, para tal menester, unas tenazas apropiadas; de este modo evitamos erosionar, innecesariamente, nuestra amistad. Empecinarse en coger las brasas con las manos ¿qué probaría sino nuestra necedad? En ningún caso es recomendable forzar los elementos al límite, pues cualquier clase de materia encontrará siempre una fuerza superior a su propia resistencia.
Mi querido señor –continuó Manolo-, la verdadera amistad, aparte de ser uno de los más nobles sentimientos, es como poco, cosa de dos. Yo diría que, por lo general, es un sentimiento más noble y perdurable, incluso, que el amor; por más que Aristodemo, Aristófanes, Erixímaco, Platón, Fedro y tantos otros filósofos griegos hayan cantado incansablemente al amor como el más noble de los sentimientos. Pero el amor, como bien dijo Diotima, tiene una considerable carga de egoísmo y, principalmente, busca la belleza exterior; mientras que por el contrario, la verdadera amistad se centra, única y exclusivamente en la belleza interior. Soy de la opinión que la verdadera amistad es uno de los sentimientos más generosos. Como dijo el filósofo griego Demetrio de Falero: Dos hermanos pueden no ser amigos, pero un amigo siempre será un hermano.
Tomándose un respiro –continuó. Un ser humano puede enamorarse de otro aunque no sea correspondido, con lo que las alas del amor rozarán solamente a una de las partes; más aún, puede uno enamorarse de una persona sin que ésta sepa, siquiera, de su existencia; en cambio, la amistad nace de la convivencia y el trato entre dos o más personas. Nuestro cerebro es capaz de generar, por sí solo, un sentimiento de amor, pero para generar un sentimiento de amistad necesita de cooperación externa; es decir, necesita percibir la influencia positiva de otra persona que, por regla general, llega a través del conocimiento, de la comprensión, de las inquietudes y del mutuo respeto. En este proceso no existe el flechazo –como en el amor. La amistad requiere del tiempo necesario para que ambos sujetos lleguen a armonizar emocional y recíprocamente sus conductas intelectuales; si usted lo prefiere, dar tiempo para que se cree el afecto.
Decía usted que hay cosas –los insultos u ofensas- difícilmente tolerables. Esto indica claramente que ustedes fuerzan los debates al máximo, llegando, incluso, a coger las incandescentes brasas con las manos desnudas; o, de no ser así, mucho me temo que su amistad es parecida a la que describe Carlo Dossi. Yo, si me lo permite, le recomendaría hacerse un par de preguntas: ¿Se separaría usted de su mujer, si es que está casado, por tener diferentes ideologías? ¿Rechazaría usted a un hijo, si lo tiene, porque políticamente piense de forma diferente? Hace algún tiempo, en un relato de Nano35 leí algo que, más o menos, decía así: En España tendemos con facilidad excesiva a catalogar a cualquiera de amigo. Si le preguntamos cómo se llama ese amigo, la respuesta podría ser: no lo recuerdo ¡Qué gran vedad, Nano35; la verdad de un sabio, diría yo.
Sin ánimo de dar consejos –para mí los necesito- me atrevería a sugerirle que no debería sentirse ofendido porque contradigan sus ideas o formas de pensar. Por otra parte, considero que no es sano jugar a políticos sin serlo. Los políticos, salvo honrosas y escasas excepciones, defienden, sobre todo, su modus vivendi, y sus gestos, siempre de cara a la galería, van encaminados principalmente, a conseguir su permanencia en los puestos que les permitan mantener ese fabuloso status que la mayoría de los mortales no llegaremos jamás a disfrutar. Nosotros, los que vivimos de nuestro quehacer diario, con arduas dificultades –al menos es mí caso- para llegar a fin de mes, deberíamos limitarnos a contemplar el espectáculo desde la grada o, si lo prefiere, desde las urnas. Recuerde la frase: Por sus hechos los conoceréis. Y, precisamente, los hechos, creo que son todo lo que deberíamos considerar. Nunca he podido comprender el motivo por el que dos o más personas que, al menos en apariencia, mantienen buenas relaciones, puedan ser capaces de enzarzarse en una agria disputa –cuando no en una peligrosa reyerta- por defender o acusar a uno u otro político, sabiendo que, tanto los unos como los otros, a las gentes sencillas nos consideran –por usar una expresión suave- ciudadanos de segunda clase. Para ellos somos, únicamente, alguien que deposita un voto en una urna. Voto mediante el cual puede seguir disfrutando de su estatus o perderlo. Esto no significa, en absoluto, que yo esté en contra de la política; qué duda cabe que es una profesión como tantas otras. Ahora bien, generalmente, las gentes no discuten o se pelean por defender a un determinado médico, a un ingeniero, a un mecánico o a un fontanero. Tampoco estoy en contra de que las gentes debatan unos u otros temas; antes bien, lo considero totalmente saludable y necesario. Con lo que no estoy de acuerdo es con el fanatismo que engendran las ideologías políticas, u otras, en algunas gentes, haciendo que en los respectivos debates, todos pretendan, de grado o por fuerza, querer imponer su verdad, como la única válida.
Sin embargo, personalmente no creo que haya ideología alguna con la suficiente fuerza como para poder, por si misma, ser la causa de ruptura de una amistad, si esta es verdadera. En mi iletrada opinión, ideología y amistad no son incompatibles; ahora bien, es imprescindible que tengamos el suficiente conocimiento de la realidad como para ser capaces de separar el grano de la paja, pues todas las ideologías contienen ambos ingredientes. Creo que la fórmula para conseguirlo es algo tan sencillo como el respeto mutuo; indispensable en cualquier tipo de relación. Por si no he sabido expresarme con claridad, le diré que lo que he tratado de decir es que, como dijo Jean de la Bruyere –escritor francés del siglo XVII- La amistad no puede ir muy lejos cuando ni unos ni otros están dispuestos a perdonarse sus defectos.
El forastero, que durante la alocución de Manolo no había pronunciado palabra, mirándole fijamente, le tendió la mano, y después de estrecharla con aparente fuerza, preguntó:
– ¿En la universidad de la braña, puede uno matricularse a distancia?
Manolo no respondió, se limitó a sonreír y a rascarse la cabeza sin quitarse la boina. El forastero, no dijo nada más, pero su sonrisa era más elocuente que cualquier comentario. Con la misma parsimonia con que se había acercado a nosotros se encaminó hacia el todo terreno, abrió la portezuela y, antes de entrar, nos saludó moviendo la mano en claro gesto de despedida.
El todo–terreno, después de dar la vuelta en la campa de Buenverde, se perdió camino abajo dejando tras de sí una intensa nube de polvo que, a consecuencia del viento que siempre sopla en las cumbres, llegó hasta nosotros dejando en nuestros labios un amargo sabor a tierra; sabor a tierra que nos era de sobra conocido. Desde que aquel forastero, con sombrero, traje y corbata, había llegado, hasta su marcha, yo no había hecho otra cosa que escuchar ensimismado a Manolo; ensimismado y gratamente impresionado, al mismo tiempo. Hubo momentos en que llegué, incluso, a preguntarme si, efectivamente, aquel que disertaba, mencionando a escritores y a filósofos griegos con la misma familiaridad que si hubiera convivido con todos ellos, era realmente Manolo Josefón. Varias veces me pellizqué en las piernas para asegurarme que aquello no era un sueño. Los moratones que en ellas dejé fueron testigos de que aquello había sido real. De pronto, sentí una irrefrenable curiosidad y, sin pararme a pensarlo, interpelé a Manolo para que me explicara ciertas incógnitas que, cual tapones de corcho, estaban obturando mi viejo y cansado cerebro:
– Manolo –empecé diciendo-, aún no salgo de mi asombro. Después de convivir contigo toda una vida, hoy, por vez primera, me he dado cuenta de que eres, para mí, un perfecto desconocido. Me pregunto si ha sido mi necio ego o, quizá, una estúpida sobredosis de consideración intelectual superior, por mi parte, quien vendó los ojos de mi inteligencia. Me has dado toda una lección de modestia; lección que no olvidaré jamás. Me siento avergonzado por, en ocasiones, haberte menospreciado intelectualmente, y te pido perdón. Ahora bien, hay algo que me intriga sobremanera: muchas veces, a lo largo de todos estos años, cuando las vacas nos lo permitían, te he visto enfrascado en la lectura; cierto, pero siempre se trataba de novelas del oeste americano; qué digo novelas, debería hablar en singular, porque siempre te he visto con la misma novela; concretamente, una de Marcial Lafuente Estefanía. En un principio, al verte leer siempre la misma, me preguntaba, no sin cierta dosis de absurda guasa, si tratabas de aprendértela de memoria. Tanto leías aquella novela que, con el transcurso de los años, el colorido del dibujo de la portada: un vaquero sobre un caballo, disparando al aire con una mano mientras que con la otra sujetaba las riendas, se transformó en blanco y negro. Jamás te vi con un libro de historia en las manos; menos aun estudiando a los filósofos griegos. Aunque ningún derecho me asiste, te agradecería me dijeras dónde y cuándo, sin que yo haya podido percatarme, estudiabas a los clásicos.
Tardó Manolo varios minutos en responder; quizá no fueran tantos, pero a mí sí me lo parecieron. Se diría que mi pregunta le había afectado. He de confesar, aunque me duela, que mi estupidez llegó al extremo de creer -durante muchos años- que el coeficiente intelectual de Manolo era muy inferior al mío; si bien, por otro lado, jamás dudé de su sensibilidad ni de su prudencia. Probablemente, la tardanza de Manolo en responder, no fuera debido a que no encontraba las palabras adecuadas, sino a temer herir mis sentimientos. Ante mi insistencia, con un tono de voz suave, me dijo:
– De modo que te preguntas que cuándo y dónde leía. Pues, amigo mío, lo hacía delante de tus narices. Esa portada de una novela de M.L. Estefanía, a la que aludes, no era tal, sino las tapas de una vieja novela que me servían de forro para no manchar los libros. Siempre compré ediciones de bolsillo; por una parte, porque son más baratos, pero esencialmente, porque se pueden camuflar más fácilmente y guardarlos, llegado el caso, en el bolso de la chaqueta. En cuanto a eso de que te perdone, no existe motivo alguno para ello. Por otro lado ¿Quién es más culpable, el que se equivoca en sus apreciaciones o el que sabiendo que su amigo se equivoca, y pudiendo evitarlo, no mueve un dedo por sacarlo de su error? Creo que si alguien tiene algo que hacerse perdonar, ese, sin lugar a dudas, soy yo.
Ese forastero –continuó Manolo- que hoy, a causa de una discusión con un amigo nos ha visitado, no sólo ha subido a Buenverde, sino que ha pulsado los resortes precisos para desempolvar, en mi mente, viejos recuerdos que hubiera deseado no sacarlos a la luz. No me preguntes por qué nunca te había hablado de lo que ahora voy a contarte, porque no sabría qué responder. Cuando mi hijo se mató en la mina, como bien sabes, me quedé completamente solo. Nunca, como hasta entonces, había experimentado con tanta intensidad la amargura de la soledad; hasta tal extremo que, de tanto pensar en ello, creí que iba a enloquecer. Y, en las interminables noches de insomnio, que fueron muchas, llegué a considerar muy seriamente la posibilidad del suicidio. Pensaba que mi vida carecía de sentido, que no valía la pena seguir sufriendo. Hoy puedo asegurarte que de no haber tenido tu inestimable y desinteresada amistad, probablemente lo habría llevado a cabo. ¿Y tú me pides que te perdone?
Confieso que me sorprendió conocer el truco de las pastas de la novela, aunque creo que la explicación que me dio Manolo fue una verdad a medias, pues estoy convencido que la tantas veces manoseada portada de la novela, no tenía como única misión la protección física de los libros; no, creo sinceramente que, además de eso, lo que trataba era de evitar que yo me enterara de lo que él realmente leía y, a fe mía, que lo había conseguido. Decidido estaba yo a seguir preguntando, al respecto, pero antes de que pudiera hacerlo, él se adelantó diciéndome:
– Créeme, no lo hice con ninguna perversa intención. Puede que te resulte extraño; tanto que dudo puedas llegar a comprenderlo, pero, sabes, sentía cierta vergüenza al imaginarme lo que tú, al respecto, podrías pensar. Y, seguramente, te preguntarás ¿vergüenza, de qué? ¿qué hay de vergonzante en ilustrarse mediante la lectura? Ni yo mismo lo sé, pero lo cierto es que se trata de un sentimiento que, aunque lo he intentado, no he sido capaz de superar. Me encuentro más cómodo en la sombra; no me gusta estar en primera fila ni que se hable de mí, y menos aún, que otras personas, y particularmente tú, pudierais pensar que trataba de ponerme, intelectualmente, a tu altura. Veo por la expresión de tu rostro, que lo consideras ridículo; puede que lo sea, y puede también que se trate, sencillamente, de un complejo de inferioridad, que según las teorías de Sigmund Freud o de Erich Fromm, haya podido asentarse en mí inconsciente a causa de las penalidades sufridas durante los años en que se formaba mi personalidad. No lo sé. Te repito que no lo sé a ciencia cierta, pero sí sé que ese sentimiento sigue aferrado en mi mente.
Aquella explicación era más de lo que yo podía haber imaginado. Si averiguar que Manolo había leído a los filósofos griegos, en sí mismo, no resultaba ya suficientemente extraño, descubrir que también había leído a los más famosos psicólogos, fue algo que me hizo meditar durante mucho tiempo. Por ser de su misma edad y por haber sido amigos desde siempre, sé muy bien cuán dura y difícil fue su niñez y también su adolescencia. Y, conociéndole, no me cabe duda que hubo de resultarle muy difícil poder superarlo. Supongo que, probablemente, habrá sido una infancia como la de otros muchos niños de la posguerra. Y, las palabras de Manolo, en esta ocasión, especialmente, me llevan a reflexionar y a preguntarme ¿Cuántos hombres de hoy, niños de entonces, nacidos en época de guerra -como en el caso de Manolo-, habrán sufrido, en el silencio del olvido, y sin ningún tipo de ayuda, esas mismas consecuencias, a lo largo de toda una vida”.
Yo esperaba saber quien era Manolo Josefon pero eso no lo cuentas.
Hola Angel,
No te había respondido, porque esperaba más comentarios con un contenido similar al tuyo y, si así fuera, pensaba responder a todos en un mismo mensaje, pero visto que nadie, aparte de ti, pregunta, paso a darte respuesta.
La dentidad de Manolo Josefón será siempre un secreto muy bien guardado. Pero qué importa quien haya sido. Én este mundo existen infinidad de Manolos Josefones que pasan por la vida sin hacer el menor ruido, sin que nadie repare en ellos, aún cuando su existencia pudiera proporcionar argumento para escribir un libro. Puede que algún día me decida a escribirlo ¡Quién sabe!
Hola Piorno,
Hace una temporada que tengo el ordenador dándome problemas, y por este motivo y otros varios, lo tengo un poco aparcado. El caso es que hoy he entrado en tu blog y he leído el enternecedor comentario que haces a la figura de Manolo Josefón. Siempre he tenido la duda de si este personaje, a quien tantas páginas has dedicado, era real o un poco fruto de tu imaginación, pero al leer lo que has escrito sobre él ya no me cabe ninguna duda de que es real como la vida misma. Ese sentimiento que expresas sobre su persona no puede ser más que el recuerdo de alguien que formo parte de tu vida en forma de amigo real, leal y verdadero. Todos tenemos amigos, pero hay pocos que hayan dejado una huella como la que Manolo ha dejado en tu vida. Su forma de ser y su filosofía, es algo que nos hace pensar que no hacen falta universidades ni escuelas, que son los valores que uno mismo lleva dentro lo que nos hace ser buenas personas y saber valorar lo que tenemos a nuestro alrededor.
Lo mismo tú, Piorno, que él, Manolo Josefón, habéis tenido el privilegio de haber compartido tantos años de verdadera y sincera amistad. No todo el mundo puede decir lo mismo. Quédate con esto en tu recuerdo, y que la memoria de todos ellos la sigáis compartiendo, tú aquí, y él allá donde se encuentre, feliz de haberte tenido como leal y fraternal amigo.
Un abrazo, Guaja.
Hola Guaja,
Me alegra que hayas solucionado tus problemas con el ordenador -echaba de menos tus sabios comentarios-. Esos problemas -los del ordenador- son los más fáciles de solucionar; hay otros, por desgracia, cuya solución es más complicada, cuando no imposible.
Sobre si Manolo Josefón era de carne y hueso o si existía únicamente en mi imaginación, pienso que, llegado a este punto, cuando él ya no existe, es irrelevante; lo que de verdad importa es, a mi entender, el concepto que de él tengamos. Por lo demás, puede que fuera real o tal vez ficción o, porqué no, puede que fuera ambas cosas. Puede que Manolo Josefón haya sido un invento de Piorno o, por el contrario, puede que haya sido Piorno un invento de Manolo Josefón? Difícil saberlo. A veces, la realidad y la ficción llegan a mezclarse hasta tal punto que uno mismo acaba dudándolo. El componente de la mayoría de mis relatos siempre ha sido una mezcla de realidad y ficción y, por lo que respecta a Manolo, realidad o ficción ¡Qué impota! Lo realmente importante, por lo que a mi respecta, es que le hecho mucho de menos.
Hola Piorno,
Eres una buena persona y un buen amigo, y eso es también lo realmente importante. Y en cuanto a los problemas, no hay más remedio que lidiar con ellos, y tener esperanza de que algún día se resuelvan. Terminaré con la consabida frase, ¡que haya salud, que es lo importante.!
Un abrazo,
Guaja.
Hola guaja,
Es el mejor cumplido que podían hacerme. Gracias por esa consideración. Los problemas, efectivamente, no hay más alternativa que lidiar con ellos. Como dice el proverbio chino, si un problema tiene solución, no te preocupes, y si no tiene solución, para que vas a preocuparte. Claro que, ya me gustaría poder ver como reaccionaba Confucio cuando le apretaban las clavijas.
Espero veros el día de San Lorenzo en Villager.
Un abrazo
Hola Guaja, la verdadera amistad -como dijo Aristótles- es un alma en dos cuerpos, dos corazones en un alma.