NOCHE BUENA EN NUEVA YORK

No creo equivocarme si afirmo que, actualmente, no son pocos los españoles que desconocen que, desde mediados del siglo XIX hasta finales de los años 90 del pasado siglo XX, entre los rascacielos neoyorkinos de Manhattan existía un barrio español llamado “Little Spain” (La pequeña España) y, concretamente, en la calle 14 entre las avenidas 7ª y 8ª, lindando con los barrios Chelsea y West Village.

La grave crisis industrial de mediados del siglo XIX, que afectó principalmente a las regiones españolas de Galicia y Asturias, provocó la emigración de muchos trabajadores de ambos territorios. Si bien la mayoría de estos trabajadores, buscando un mejor porvenir, recalaron en países de Sudamérica, tales  como Argentina,  Méjico o Venezuela, que por aquel entonces ofrecían muchas posibilidades a gentes con ganas de trabajar y de labrase un porvenir, sin embargo, algunos de ellos –quizá los más aventureros-  cruzaron el Río Grande para correr en pos del sueño americano, llegando hasta Manhattan, donde inicialmente constituyeron una colonia con el fin de poder ayudarse unos a otros y, sobre todo, donde crear un ambiente que se pareciera, en lo posible, a España y de esta forma poder sobrellevar mejor la ausencia de la patria. En un principio la Pequeña España fue habitada mayoritariamente  por marineros gallegos y asturianos,  pero pasado el tiempo fueron llegando emigrantes de diversas regiones españolas. En el trascurso de los años 40  –según publicaciones al respecto-  el barrio llegó a congregar una población cercana a los 30.000 españoles. En la calle 14, según testimonios de emigrantes ya ancianos, que por motivos diversos no pudieron regresar a España, en aquellos días, prácticamente,  sólo se oía hablar español; podía ser con acento gallego, asturiano, catalán, extremeño o andaluz, pero español a fin de cuentas.

Posterior a aquella  primera gran ola migratoria de españoles a los Estados Unidos de América,  a mediados del siglo XIX, le siguieron otras no menos importantes, como fueron las provocadas por la pérdida de la guerra de Cuba en 1895 y la guerra civil española de 1936 y la posguerra, tras las cuales miles de compatriotas buscaron remedio a sus males económicos o sociales allende la frontera de Río Grande.

En 1868 en el nº 239 de la calle 14 se fundó el “Spanish Benevolent Society (más conocido como Centro Español o La Nacional), en su fachada, a partir de 1940, ondeaban las banderas americanas y española; hecho este que, lejos de ser  motivo alguno de controversia, tanto por parte de españoles como de americanos, al menos para los españoles, era motivo de orgullo poder contemplar la enseña nacional al lado de la americana, a pesar de que aún estaba en el recuerdo de muchos los combates que americanos y españoles habían librado durante la guerra de Cuba, así como los rescoldos de la guerra civil española.  Pronto se convirtió La Nacional en lugar de reunión para   emigrantes, refugiados políticos, intelectuales y marineros que escalaban en el puerto de Nueva York. La Nacional llegó a ser el centro neurálgico de  Little Spain. Allí acudían cuantos emigrantes llegaban a Nueva York; allí se les daba cobijo, comida, atención médica y, a quien lo necesitaba, se le ayudaba a encontrar trabajo; allí acudían americanos que querían aprender a hablar español; también se enseñaba a leer y escribir a emigrantes españoles que llegados de pueblos recónditos de las sierras o montañas, o que por falta de posibilidades   no habían podido ir a la escuela. Pero no sólo emigrantes, marineros de paso  o refugiados políticos  pasaron por  La Nacional. Personalidades como Picasso, Dalí, Buñuel y García Lorca, del que se dice que allí escribió el poema  “Poeta en Nueva York” también visitaron  La Nacional.

En los años 50 y 60 la calle 14 estaba repleta de negocios españoles de todo tipo: Textiles,  librerías, ultramarinos, carnicerías, zapaterías, cines –se pasaban películas españolas-, teatros y restaurantes, tales como El Faro (de propietarios gallegos), La Bilbaína o El Mesón Flamenco, donde se organizaban importantes eventos a los que acudían famosos, no sólo españoles, sino de otras nacionalidades, principalmente americanos como, por ejemplo, Marlon Brando y Ava Garner.  En 1902 se construyó la iglesia Nuestra Señora de Guadalupe donde se podía oír misa en español y donde se celebraban bodas, bautizos y funerales.

Durante el periodo de 1898 a 1945 Little Spain fue un referente de la cultura española en la ciudad de los rascacielos. En aquel barrio se hablaba, prácticamente, sólo español. Allí se celebraban fiestas y tradiciones patronales españolas como Santiago Apóstol, La Merced y otras. Lamentablemente, tras la gran depresión  Littel Spain  inició, lenta pero inexorablemente, el camino de la desintegración;   motivada principalmente, porque muchos españoles, al perder una gran parte de su poder adquisitivo, tuvieron que mudarse a barrios más modestos como Queens o El Bronx. Por otra parte, como sucede cuando la pobreza se adueña de un barrio en las grandes urbes,  a finales de los años 40 las drogas hicieron su aparición en el barrio y las reyertas fueron en aumento año tras año hasta que, a finales de los años 60, el barrio ya no se diferenciaba en nada de El Bronx.

De aquel esplendor hispano, crecido  a la sombra de los rascacielos de Manhattan, actualmente queda muy poco; casi nada. Hace algunos años, en mi último viaje a Nueva York, con motivo de asistir a una feria de muestras, me pasé por la calle 14. Mi moral se cayó por los suelos: La iglesia Nuestra Señora de Guadalupe sigue existiendo, pero con la fachada semiderruida; el edificio de La Nacional seguía en pie, pero en su fachada, muy deteriorada, ya no ondeaban  las enseñas española y americana.  En la calle no vi ningún rostro español, era evidente que la Little Spain se había desintegrado totalmente. Aunque era pleno agosto y el pegajoso y húmedo calor neoyorkino hacía que todo mi cuerpo se empapara de sudor, cuando me detuve frente al edificio de la otrora Nacional,  no pude evitar que un escalofrío recorriera todo mi cuerpo. Contemplando aquel desastre,  mis pensamientos volaron hacia la Noche Buena del año 1.962, la que por motivos profesionales, me vi obligado a celebrar en Nueva York.

En la mañana del 23 de diciembre de 1962 el porta contenedores Stjernborg, propiedad de la naviera danesa NORDANA, entraba en  el puerto comercial de Newark –Elizabeth, navegando  hacia el Marine Terminal, próximo al puerto turístico de Nueva York. La gélida mañana en la ciudad neoyorquina, cubierta por una gruesa capa de nieve, contribuía a que la temperatura a bordo del buque estuviera a varios grados bajo cero. Los marineros, entre los que se encontraba un español llamado Ricardo Ceol, una vez fijadas las amarras del barco,   se  apresuraban  a iniciar las operaciones de descarga de los 6000 contenedores anclados a bordo.  Un suave viento procedente del interior de la ciudad traía consigo heladas pavesas de nieve que se derretían al contacto con los curtidos rostros de los marineros, que parecían no sentir el frío. Era preciso acelerar el trabajo para terminar la descarga en el día. Al día siguiente, 24 de diciembre, tendrían que finalizar las operaciones de carga  a una hora prudencial si es que querían celebrar la cena de Noche Buena. El día 24 el barco amaneció completamente cubierto de nieve. Tanto los estibadores del puerto como los marineros de a bordo, sin pensar en el frío, realizaron su trabajo en tiempo record y a las 17 h. las operaciones de carga quedaron terminadas y el buque listo para zarpar cuando el capitán lo estimara oportuno.

A las 19 h. el capitán, un alemán de nombre Fuchs, hombre seco como un palo, antiguo marinero de la armada alemana, y parco en palabras, reunió la tripulación en el comedor para decirles que el que quisiera cenar en la ciudad tenía permiso para hacerlo, incluso podía, si así lo deseaba, no regresar al barco hasta el límite de las14 horas del día de Navidad, pero que, quienes así lo hicieran,  quedaban advertidos de la hora, porque a las 15:30 zarparía el barco y quien a las 14 horas no estuviera a bordo se quedaría en tierra y, evidentemente, estaría despedido. Quien quisiera cenar a bordo disfrutaría de una suculenta cena. Toda la tripulación era consciente que Fuchs no bromeaba y que si alguien no estaba a bordo el día Navidad a las 14 horas, ese no sólo se quedaría en tierra, sino que, además, perdería su empleo. Esa advertencia obró el efecto que sin duda Fuchs buscaba, a tal punto, que de los 30 hombres que componían la tripulación, únicamente dos –un marinero irlandés, que tenía familia en Manhattan, y Ricardo Ceol- optaron por cenar fuera del buque.

Cuando la escueta charla de Fuchs terminó, Alan McNamara –así se llamaba el marinero irlandés- y Ricardo Ceol, bajaron al muelle y, hundiendo las botas en la nieve, recorrieron los escasos 500 metros que les separaban de un embarcadero donde subirían a bordo de una pequeña embarcación que realizaba el transporte desde el puerto de Newark   hasta el sur de Manhattan. Apenas pusieron pie en tierra se percataron de que la nevada en Manhattan era bastante más importante de lo que desde el barco habían podido ver. Cierto que las calzadas –al menos las más importantes- estaban relativamente limpias de nieve y, aunque no muchos, algunos taxis aún circulaban. Allí, después de desearse una feliz Noche Buena, ambos marineros se despidieron, no sin antes advertirse mutuamente de que a las 14 horas del día siguiente, como muy tarde, tendrían que estar a bordo del Stjerneborg.

Media hora tuvo que esperar Ricardo, con los pies hundidos en la nieve, hasta que, por fin,  un taxi, con la luz verde encendida, se detuvo en la parada. Lo primero que le preguntó el taxista, apenas Ricardo abría la puerta trasera del taxi, fue:

  • ¿A qué calle quiere ir? Sepa que no todas las calles están abiertas al tráfico. En algunas no han quitado la última nieve caída.
  • A la calle 14 entre la 7ª y la 8ª avenida –respondió Ricardo-.
  • Bien –dijo mientras le observaba por el retrovisor- por ahí no creo que haya problemas.

La calle 14 es una diagonal que va desde el sur de Manhattan hasta la 10ª avenida, con un recorrido de 3,4 km. El taxista, por su fisonomía y su acento, dedujo Ricardo que se trataba de un sudamericano y, como la mayoría de los taxistas sudamericanos, estaba claro que era muy hablador. Ni siquiera habían recorrido 200 metros cuando, como hablando consigo mismo, dijo:

  • Bien, bien, así que va usted a Little Spain. ¿Es usted español? –le preguntó en un español que denotaba su procedencia dominicana-.
  • Sí, soy español –respondió Ricardo-, sin hacer más comentario.
  • Sabe usted –continuó-, antes de venir a Manhattan yo tuve intención de irme a España, por aquello del idioma, pero desistí al comprobar que muchos españoles emigraban a América y, claro, eso me hizo pensar que en España las cosas no debían ir muy bien.

No respondió Ricardo, y no por hacerle un desprecio o porque le molestara su conversación, únicamente le preocupaba que pudiera distraerse al volante, ya que cada vez que le hablaba miraba al retrovisor apartando la vista de la calzada. Poco antes de llegar al cruce con la 5ª avenida le pidió que entrara en ella. De pronto pensó Ricardo que le gustaría contemplar el alumbrado y los adornos navideños con que suelen adornar los comercios de esa gran avenida y, sobre todo, quería contemplar el Empire State. Él ya conocía el rascacielos, pero nunca lo había visto en esas fechas y Alan McNamara le había dicho que no dejara de visitarlo, ya que el rascacielos, en Navidad, solía estar adornado con millones de bombillas de colores.

  • Pero ¿No me había dicho usted que iba a la calle 14?-preguntó el taxista-
  • Si –respondió Ricardo-, pero quiero contemplar el alumbrado del Empire State,  entre otras cosas. Entre usted en la 5ª avenida, vaya hasta el Rockefeller Center y allí de la vuelta. ¡Ah! Y vaya despacio que quiero disfrutar del paisaje.
  • Puesto que es usted es el que paga, haremos lo que dice.

La 5ª Avenida, cubiertas las aceras con una capa de nieve no menor de medio metro, con infinidad de luces y adornos, en la oscuridad  de la noche semejaba una verdadera estampa navideña. Cuando llegaron a la altura del Empire State le pidió al taxista que se detuviera a la derecha unos instantes, porque el espectáculo era impresionante. Lo que le habían dicho no era, en absoluto, exagerado: Colgadas en tiras que descendían desde lo más alto  del rascacielos hasta la calle, millones de bombillas de múltiples colores, luciendo intermitentemente, proporcionaban un resplandor y una visión impresionante. En el centro del edificio, hacia la mitad del mismo, miles de bombillas de colores, conformaban un enorme árbol de Navidad. Ciertamente, aquello era una verdadera estampa navideña. Quedó Ricardo tan impresionado por el espectáculo de luz, colores y música navideña que, un par de veces, el taxista tuvo que recordarle que tenían que continuar el viaje porque interrumpían el tráfico y corrían el riesgo de ser multados.

Poco antes de llegar a la confluencia de la 14ª  con la 7ª, Ricardo pidió al taxista que se detuviera frente a un pequeño hotel llamado The Garden Green, pues allí terminaba la carrera. Después de abonar el importe del recorrido, el taxista le dio una tarjeta a la vez que le decía:

  • Feliz Navidad, Señor. Cuando quiera hacer otra excursión por Manhattan, llámeme. Podré mostrarle verdaderas maravillas.
  • Gracias, pero por el momento no hay más excursiones –respondió Ricardo-. Sin embargo, lo que si puede hacer es recogerme aquí mañana a las 11 de la mañana y llevarme al mismo sitio donde me recogió hoy; naturalmente, sin excursiones y por el camino más directo.
  • Descuide –dijo el taxista-, aunque mañana es el día de Navidad, a las 11, puntal como un reloj suizo, aquí estaré esperándole.

Cogió Ricardo su bolso de viaje, descendió del taxi y se encaminó  hacia el hotel The Garden Green.

Después de asearse y cambiarse de ropa, Salió Ricardo del hotel para dirigirse al Restaurante gallego El Faro, donde pensaba cenar. Ya en la calle miró el reloj, eran las nueve de la noche. Cómo se me ha ido el tiempo –pensó-. Con paso lento y procurando pisar por donde menos nieve había se dirigió hacia el restaurante. Cada vez que hundía los pies en la nieve recordaba cuando en los tiempos de su infancia, igual que le sucedía en ese momento, en Villager, su pueblo natal, en invierno para ir de un lugar a otro también tenía que hundir los pies en la nieve. Qué curioso –pensó-, su pueblo natal se llamaba Villager y el hotel donde se hospedaba estaba situado en el barrio West Village –casi el mismo nombre-, lindando con el barrio de Little Spain. Después de caminar durante 20 minutos llegó al restaurante. Subió la media docena de escalones que, amparados por una barandilla de hierro a cada lado de los mismos, conducían a la entrada. La fachada era de color pimentón pálido y en la parte superior de la puerta lucía un letrero hecho con bombillas de colores en el cual se leía: Feliz Navidad 1962, escrito en español, y por si el letrero no fuera suficientemente ilustrativo,  nada más abrir la puerta de la calle y antes de traspasar un pequeño Hall o vestidor, la música de un villancico anunciaba a los clientes en qué la Navidad había llegado. Tras el Hall, una vez dentro, una larga barra de bar,  de madera, con varios taburetes giratorios fijados al suelo, era la antesala del comedor. En las paredes de aquel bar no faltaban carteles de corridas de toros, posters de futbolistas y fotos de diferentes personalidades de las artes y la política. Dado lo avanzado de la hora, Ricardo se encaminó directamente al comedor. Un camarero, perfectamente uniformado, salió a su encuentro y le preguntó si quería cenar. Ante la respuesta afirmativa de Ricardo, le preguntó si iba solo y al responderle que sí, le encaminó hacia un rincón del comedor donde había una pequeña mesa destinada a dos personas.

  • ¿Desea un aperitivo antes de cenar? –le preguntó el camarero-.
  • Sí, por favor, tráigame un Martini rojo. El camarero se fue, no sin antes decirle que en la carta encontraría la cena especial de Noche Buena, pero que si prefería alguna otra cosa, no tenía más que decirlo. Apenas si habían transcurrido un par de minutos, cuando el camarero se presentó de nuevo con el Martini y un par de mejillones frescos en una pequeña fuente.

El comedor estaba adornado con pequeñas luces de varios colores; al fondo, en una esquina del local, un iluminado árbol del que pendían bolas plateadas y pequeños paquetes adornados con cintas rojas, simulando regalos de Papá Noel, daba un toque especial al ambiente navideño, y  para completarlo, un suave y agradable hilo musical no cesaba de inundar el local con toda suerte de villancicos. Ricardo, después de comerse un mejillón, se llevó el vaso a la boca para saborear el Martini; fue entonces, al alzar la vista, cuando se percató que, en una mesa situada frente a la suya, una pareja, de una edad que, en opinión de Ricardo, rondarían los 65 ó 70 años, le miraba fijamente, mientras hablaban entre ellos con voz susurrante. Me confundirán con alguien –pensó-. Lo mejor será ignorarles. Sin embargo, por pura curiosidad, no podía impedir que, de vez en cuando, su vista se dirigiera hacia ellos, y cada vez que lo hacía se encontraba con que seguían mirándole insistentemente. Pasados unos minutos, y para su asombro, el hombre se levantó y se dirigió hacia él; al llegar a su altura se paró ante la mesa y, con cierto tono de timidez en su voz, dijo:

  • Caballero, perdone la intromisión. Como sin duda usted se ha percatado, mi señora y yo le hemos estado observando y, siguiendo los deseos de mi mujer, me he tomado la libertad de abordarle para preguntarle si va a cenar usted solo y, si es así, nos gustaría invitarle a nuestra mesa para que cene con nosotros, ya que, en nuestra opinión, nadie debería cenar solo la noche de Noche Buena.

Ricardo se quedó unos instantes sin saber que responder. Aquello le había cogido por sorpresa. El hombre tenía cara de buena persona y, aunque su deseo era el de cenar en solitario, pensó que no estaría bien rechazar la invitación. Se levantó, tendió la mano al señor a la vez que, un tanto azarado, decía:

  • Con mucho gusto, señor, Muy agradecido. Cogió el vaso con el Martini y ambos se dirigieron a la mesa donde, con una amplia sonrisa, les esperaba la señora.

El hombre, de una estatura aproximada al metro ochenta,  de pelo completamente blanco, vestido con un traje gris marengo, camisa blanca y corbata de tonos rojos y azules, luciendo un reloj Rolex de oro, tenía todo el porte de una persona acomodada, además de una elegancia envidiable; la señora, vestía un elegante traje de noche de color negro; un collar de perlas adornaba su cuello, el pelo –negro azabache- recogido en un moño, le permitía lucir unos pendientes a juego con el collar; era de mediana estatura, esbelta, de finos modales y muy elegante.

Ricardo, que iba vestido con un simple pantalón vaquero y una cazadora de cuero, al verse ante dos personas vestidas con tanta elegancia, por un momento, se arrepintió de haber aceptado la invitación. De esta reflexión le sacó la voz del hombre, al decir:

  • Permítame que nos presentemos –dijo con tono sereno-. Me llamo José Sousa. Mi mujer se llama Amelia Carballo. Ambos somos gallegos, de Vigo, concretamente.
  • Yo me llamo Ricardo Ceol -dijo mientras estrechaba la mano de la Señora- y soy de un pueblo de la montaña occidental de León llamado Villager.
  • Voy a decirle al camarero que nos sirva la cena a los tres a la vez –dijo José-.¿Ha Pedido usted ya? Nosotros hemos pedido la cena especial de Noche Buena.
  • Aún no, pero también yo pensaba pedir el especial.
  • En ese caso voy a advertir al camarero para que nos sirva a todos al mismo tiempo.

Cuando el señor Sousa se levantó para ir en busca del camarero, la señora Amelia, con una sonrisa que a Ricardo le produjo un efecto tranquilizante, exclamó:

  • ¡Dios mío! Qué habrá pensado usted al darse cuenta que le estábamos observando de forma tan descarada.
  • Créame, Señora, que nada en particular –dijo Ricardo-. Supuse que me habrían  confundido con otra persona. Lo que realmente me sorprendió fue la invitación para cenar con ustedes.

Se quedó Ricardo con ganas de preguntar a la señora cuál había sido el verdadero motivo por el que le habían invitado a su mesa, pero dudaba si debía hacerlo, pues una pregunta tan directa, después que José le había dicho que en esa noche nadie debería cenar solo, tal vez resultara ofensiva o, cuando menos, inoportuna.  De tales reflexiones vino a sacarle José que, en ese momento volvía a la mesa, diciendo:

  • Todo arreglado ya hablé con Alfonso -se refería al camarero-  y nos servirá a los tres al mismo tiempo. ¿Quiere tomar otro Martini mientras esperamos la cena? –preguntó a Ricardo, viendo que el vaso de este ya estaba vacío. Yo voy a pedir otra copita de Champán para mí. A ti –dijo dirigiéndose a su mujer- ¿Te apetece otra copa de Champán?
  • Bueno, si tenemos que esperar, tomaré otra –respondió la Señora esbozando una ligera sonrisa- y espero que no se me suba a la cabeza.

Ricardo asintió, al tiempo que le daba las gracias.

La señora, haciendo honor a la curiosidad femenina, preguntó:

  • ¿Es usted un emigrante recién llegado a Nueva York?

Eso, sin duda, se lo debo a mi vestimenta –pensó Ricardo-. Bueno, cuando menos me toman por un emigrante y no por un pordiosero, lo cual no sería de extrañar a juzgar por como todos los comensales van vestidos y como voy yo.

  • Recién llegado sí –respondió Ricardo-, llegué ayer por la mañana, pero no soy emigrante, soy marinero de la marina mercante y mañana zarparemos de nuevo. Comprenderán que no vaya vestido de etiqueta, aunque reconozco que, por ir vestido como voy, motivos sobran para estar en el punto de mira de todas las miradas.

Se produjo un tenso silencio. José se quedó muy serio y pensativo y, Amelia, como si aquellas palabras hubieran herido algo en su interior, sus ojos se humedecieron a causa de unas lágrimas que pugnaban por brotar.

  • ¿He dicho algo inoportuno? –preguntó Ricardo-, consciente de que sus palabras habían provocado aquella situación-. Si es así les ruego que me perdonen. Quizá el Martini me ha hecho hablar más de la cuenta.
  • No, Ricardo, usted no ha dicho nada inoportuno ni tampoco ha hablado más de la cuenta –terció José-. En realidad, somos nosotros quienes tenemos que pedirle perdón. Verá usted, nuestro hijo, nuestro único hijo –recalcó-, que ya no está con nosotros, como usted, también era marinero, aunque no de la marina  mercante sino de la armada de los Estados Unidos de América. Se llamaba José y cuando murió tenía, más o menos, su edad, y al decirnos usted que era marinero el corazón nos ha dado un vuelco y por unos segundos hemos querido ver a nuestro hijo reflejado en usted. Sabe –decía con voz entrecortada y con un increíble acento gallego, a pesar  de llevar tantos años fuera de su querida Galicia-, quizá sea nuestra imaginación, pero desde el primer momento que le vimos, apreciamos en usted un gran parecido con  nuestro hijo; puede que sea su edad, su aspecto, el que estuviera usted solo o, casi con toda seguridad, puede que fuera su recuerdo quien nos jugó una mala pasada. ¿Comprende ahora porque somos nosotros quienes debemos pedirle perdón?  Estas fechas son especiales para avivar los recuerdos de los seres queridos que se nos han ido y, quiero ser sincero: tratábamos, con su ayuda, de que esta Noche fuera distendida y no tan triste como fueron otras Noche Buenas que pasamos los dos solos.

A pesar de los esfuerzos realizados, tanto José como su mujer, no pudieron evitar que unas lágrimas rodaran por sus mejillas. Tras las palabras de José se produjo un prolongado silencio. Qué podría decir yo –pensó Ricardo- para cortar aquella tensión, si a mí me ocurría lo que a ellos. El motivo por el que Ricardo no había querido celebrar la Noche Buena en el barco era el miedo que sentía a no poder contener las lágrimas delante de sus compañeros cuando a su mente llegaran los recuerdos de sus padres –ambos fallecidos; su padre, minero de profesión, había muerto como consecuencia de la silicosis cuando el aún era un niño, y su madre pocos años más tarde- y también el recuerdo de Angelines –su primer gran amor- fallecida en accidente de tráfico, hacía apenas un año. En ese instante hubiese querido estar solo para dar rienda suelta a sus recuerdos y emociones. No sabía que decir y todo lo que se le ocurrió fue   preguntar:

  • ¿Cómo es que su hijo se había enrolado en la armada americana?
  • Yo traté, por todos los medios, de impedirlo –respondió Amelia-, pero era el único medio que él tenía para que le concedieran la nacionalidad estadounidense, algo que él deseaba con todo el alma. Siempre decía que él había nacido, crecido y estudiado en América y que quería ser americano; entre otras cosas, para tener las mismas oportunidades que los demás habitantes de este país. Ya ves, hijo –era la primera vez que Amelia usaba ese apelativo al dirigirse a Ricardo-, caprichos del destino: consiguió la tan deseada nacionalidad y una condecoración,  a título póstumo, pero no pudo llegar a disfrutar de ninguna de las dos: El 7 de diciembre de 1941 el USS OKLAHOMA, barco en el que el navegaba, fue bombardeado por la aviación japonesa mientras fondeaba en la bahía de Pearl Harbor. Él y 1750 marineros más, sin siquiera poder defenderse, dejaron allí sus vidas.

Otro silencio, que sirvió de pausa para secarse las lágrimas, siguió al comentario de Amelia. Esta vez la pausa se vio interrumpida por la llegada de dos camareros con la cena.

Uno de los camareros traía una botella de vino de Rioja que, más tarde, supo Ricardo que aquel vino –Gran Reserva de 1950- no era parte del menú, sino una aportación extra  de José a la cena. El menú especial de Noche Buena se componía de entremeses de jamón, chorizo y lacón cocido –importado todo ello de Galicia- en cantidad abundante, seguido de un cóctel de gambas y como plato fuerte pavo al horno, relleno con manzana y uvas pasas. Los postres, cosa natural en Noche buena, se componían de turrones y frutas escarchadas. Para acompañar a los turrones, José pidió una botella de champán Mohé Chandon. La cena transcurrió más relajada y, puede que con la contribución del Rioja y el champán, más distendida y hasta con cierta alegría. Ricardo nunca había probado aquel Champán, pero lo cierto es que estaba delicioso. Durante la cena Ricardo se interesaba por cómo había surgido la Little Spain. José le explicaba que el barrio no era ni una sombra de lo que había sido. Cuando ellos habían llegado a Nueva York, en 1900, recién casados, el barrio era como una pequeña parte de España. Le explicaban que, en La Nacional, ellos habían conocido a Picasso, a Marlon Brando y a Dalí, y había que ver lo orgullosos que sentían de ello.

Hacia la una y media de la mañana, además de la botella de Rioja,  dos botellas de Mohé Chandon estaba vacías encima de la mesa. A Ricardo, acostumbrado a beber ron en el barco, el vino y el champán, aunque le habían hecho sentirse un tanto alegre, no se le habían subido a la cabeza, y su único pensamiento ahora era cuánto costaría aquella cena. Ni siquiera había tenido tiempo de mirar los precios en la carta. El efecto de la bebida en José –Amelia había bebido muy poco- había sido diferente. La tristeza anterior parecía haberse evaporado y al final de la primera botella y hasta parecía sentirse eufórico y alegre, pero al final de la segunda botella, su aspecto era de sentirse muy cansado y con sueño. Miró el reloj: son casi las dos de la madrugada –dijo-. Voy a llamar al camarero y creo que es hora de ir a dormir. Ricardo no pudo ver el importe de la cena, ya que José puso una tarjeta encima de la bandeja con la que habían traído la factura, y el camarero se fue.

  • Cuánto es mi parte –preguntó Ricardo-
  • Nada, tú eres nuestro invitado –respondió José, tuteándole por vez primera-.

Iba Ricardo a decir que él quería pagar su parte y, en aquel preciso momento, El hilo musical dejó de emitir villancicos y a los pocos segundos hizo su aparición la dulce y cálida voz de Conchita Piquer interpretando En tierra Extraña. Los tonos de las conversaciones, que a medida que transcurrían las horas y que la ingesta de bebidas alcohólica aumentaba, habían subido considerablemente de decibelios, enmudecieron como por arte de magia, quedando el local en el más absoluto de los silencios. Para Ricardo –como para todos los demás- aquello fue, sin lugar a dudas,  lo más emotivo de la noche. Al finalizar la canción, como si de una interpretación en directo se tratara, todos los asistentes, puestos en pie, le dedicaron un sonoro aplauso. Todos los allí reunidos, independientemente de su ideología política, en aquel momento, sintieron en su alma la añoranza de la patria.

Después de haberse despedido de José y de Amelia, con la esperanza de volver a verse algún día, Ricardo dirigió sus pasos hacia el hotel. Ahora no se preocupaba de pisar donde menos nieve había, no sentía frío alguno, hasta tardó en percatarse que nevaba copiosamente; en esos momentos su mente trataba –sin conseguirlo- de ordenar los diferentes sentimientos que le invadían. Aquella canción le había hecho recordar en unos minutos todo aquello que el vino y el champán habían conseguido adormecer durante unas horas. Ahora, una mezcla de tristeza y nostalgia, como jamás antes había sentido, invadían su espíritu. Cuando entró en la habitación del hotel, sin siquiera quitarse los zapatos, se tendió sobre la cama quedándose dormido a los pocos minutos.

Cundo al día siguiente, día de Navidad, a la hora prevista, el Stjerneborg zarpaba del puerto de Neawork rumbo al puerto valenciano de Sagunto, y mientras la ciudad de Nueva York se empequeñecía a medida que el barco se alejaba, en la mente de Ricardo aún sonaba la cálida voz de Conchita Piquer interpretando aquella hermosa y sentimental canción que le había hecho vibrar de emoción y nostalgia. Sin duda alguna, aquella Noche Buena, además de inolvidable, como decía una estrofa de la canción En tierra estraña, había sido la Noche Buena más buena que soñar pudo un español.

FELIZ NAVIDAD Y PRÓSPERO AÑO 2017 PARA TODOS

Piorno.

6 thoughts on “NOCHE BUENA EN NUEVA YORK

  1. Gracias por este nuevo Cuento de Navidad, que como todos los años nos regalas en los comienzos de las Fiestas de Pascua. Aunque eta vez no esté ambientado en Laciana, el protagonista, Ricardo Ceol, ya es un personaje conocido por los que seguimos tus relatos. Ese marinero y su primer amor Angelines, ya hemos tenido ocasión de conocerlo en otro relato tuyo, así que es como un viejo amigo de todos nosotros.
    Me ha gustado mucho todo el recorrido por la ciudad de Nueva York, no la conozco, pero leyéndote, es casi como si estuviéramos recorriéndola nosotros mismos. Y la esencia del cuento, ese matrimonio cenando solitario y recordando la falta de su hijo es entrañable y hace que nos sintamos un poco unidos a ellos, pues quien no tiene alguien a quien recordar en esa noche especial y que solo vive en nuestro corazón. Nuestro marinero protagonista también comparte recuerdos y ausencias con el matrimonio gallego que le invita a su mesa, y de esta manera los tres se sienten un poco más como en familia. Debe ser triste no tener a nadie para compartir estas fechas.
    En fin Piorno, me ha gustado tu relato y deseo que sigas manteniendo vivo el espíritu de la Navidad con estos cuentos, que seguro tienen algo o mucho de realidad.
    Felices fiestas para todos con un entrañable abrazo.
    Guaja

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  2. Amiga Guaja, gracias por tu comentario que, como siempre, está rebosante de sensibilidad y que, como ya te he dicho en alguna ocasión, denota tu gran dominio de la hermenéutica. Referente a en qué medida el relato es ficción o realidad, puedo decirte que la primera parte del mismo, esa que podría ser considerada como prólogo y que, a grandes trazos, describe lo que en tiempos fue el barrio neoyorquino «Little Spain», es tan real como la vida misma. Respecto a la segunda parte, prefiero dejar que cada lector, en base a su propia forma de interpretar lo escrito, extraiga las conclusiones que mejor le parezca; al fin y al cabo, eso, a mi entender, carece de importancia, pero, como en la viña del Señor, de todo hay.

    Un abrazo
    Piorno

  3. Thanks so much for your opinion

  4. Entré en su blog por pura casualidad y desde entonces leo todos sus relatos. Nunca me decidi a escribir porque no tenia nada importante que decir y ademas no se me da bien hacerlo pero esta vez me he decidido porque la historia aunque en distintas ciudades y paises bien podria ser la mia. Dede hace 50 años resido en una poblacion de Alemania llamada Rosenheim, está muy cerca de la frontera con Austria. Aunque no he sido marinero tuve una experiencia parecida a la suya y también se lo que es cenar solo muchas noche buenas. Me casé en Alemania y aunque no tuve hijos, durante unos cuantos años disfruté de muchas noche buenas con mi mujer. Desde hace 8 años que ella murió vuelvo a cenar solo como antaño y al leer su relato no pude contener las lágrimas. Como dice Guaja en su comentario es muy triste que llegue la navidad y no tengas a nadie a tu lado, claro que por lo que le he leido de eso sabe usted bastante. Gracias por sus relatos que me sirven de distracción y espero no haberle aburrido con mi comentario.

  5. Ángel -espero me disculpes por tutearte-, tu relato me ha emocionado y ha hecho que mi mente retrocediera unos cuantos años en el tiempo. Por lo que nos cuentas -sin necesidad de ser un experto en hermenéutica-, deduzco fácilmente que eres un hombre ya entrado en años, probablemente de mi quinta, poco más o menos; y, cierto es, que a edades ya avanzadas, a fuerza de recurrir a nuestros recuerdos -como tabla de salvación-, magnificamos la nostalgia hasta tal extremo que, en ocasiones, llegamos a confundir la realidad con el deseo y, a ello, de forma muy importante, contribuye la soledad. Por otra parte, sabido es que, en no pocos casos, el hombre no solamente llega a acostumbrarse a la soledad, sino que incluso puede hacerla su compañera de viaje utilizándola, unas veces, como escudo protector y, otras, como medio de continuar viviendo dentro de su propio pasado.
    Me alegra que mis relatos te sirvan de distracción; realmente, ese es el único fin de los mismos. Gracias por asomarte a este blog.

    Piorno

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