Este verano, como cada año, tras interminables meses de espera, he regresado a mi querido Villager, y también, como cada verano, al atardecer, cuando ya los últimos rayos de sol parecen querer esconderse tras la cima de la Pinietsa –Puerta de entrada a la inigualable braña de Buenverde-, acudo a sentarme en el poyo –banco de piedra labrada-, cercano a las portonas del corral, que por todo respaldo tiene la gruesa pared de la casa. Es una sensación indescriptible sentir en el rostro el aire fresco que, en las tardes del estío, La Collada –monte que separa Asturias de León, en el noroeste de la provincia-, a modo de obsequio, nos envía. Es una suave brisa que, además del agradable alivio que proporciona, a su paso por el huerto de casa, recoge y nos trae envuelto en su frescura un delicioso olor a manzanas y membrillos.
Hoy, como me sucede cada verano, cuando llegado el mes de julio y el calor en Madrid me resulta difícil de soportar, como si ello me sirviera de refresco, vienen a mi memoria pasajes de aquellos veranos, de los años 50, en Villager. Recuerdo con nostalgia aquellas deliciosas tardes en las que, cuando era un niño, sentado sobre aquella labrada piedra llamada poyo, mi vista se perdía por encima del horizonte tratando de imaginar cómo sería la vida en lejanos países a los que me gustaría poder viajar. Desde mi infancia, cuando alguien de mi familia –no recuerdo quién- me regaló un libro titulado “Los niños de otros países”- mi mayor ilusión era poder hacer un recorrido, algún día, por todos aquellos lugares para poder mezclarme y jugar con aquellos niños que el libro tan deliciosamente relataba. Cada atardecer, mientras contemplaba como el sol se escondía por detrás del alto de la Pinietsa, una tarde tras otra, me veía viajando por todos y cada uno de aquellos países. A mis pies, tumbado y con la cabeza debajo del poyo, como si quisiera protegerse de un sol que ya se había ido, dormitaba Pipo, mi fiel amigo Pipo; un mastín leonés, que aún siendo muy joven –apenas dos años-, ya pesaba 80 kilos.
En otros tiempos, en la época del estío, aquel poyo era testigo de animados calechos. Al caer las primeras sombras de la noche, terminada la siega de la hierba y ya con ella dentro del pajar, los vaqueiros de profesión gustaban de acercarse hasta allí para charlar de todo tipo de temas relacionados con la cantidad y calidad de hierba recogida; también, cuando el tema de la hierba se agotaba, o cuando al calecho acudía algún minero –cosa frecuente- el tema cambiaba para hablar de lo cotidiano. A falta de novedades importantes –en el pueblo rara vez las había- se hablaba de los festejos de verano, de las partidas de mus, tute o dominó, juegos que servían de entretenimiento y deshago y de los que había verdaderos expertos; especialmente, entre los mineros, ya que en las partidas y al paire de una jarra de vino se escondían los miedos de lo que, al día siguiente, podría suceder en la mina. Es justo decir que en aquellos calechos también solían tomar parte algún que otro intelectual, como, por ejemplo, Joaquín Morán, maestro de profesión –aunque no ejercía- y listero en la MSP, quien, cada atardecer, después de haber echado la partida de dominó en el bar El Recreo, llegaba al calecho con la puntualidad de un reloj suizo.
Recuerdo frecuentemente a Joaquín; le recuerdo acercándose con su lento y sosegado caminar, con las manos cruzadas tras la espalda y con su inseparable faria –con frecuencia apagada- en la boca. Nos saludaba amable y, como en él era norma, con la sonrisa en los labios. Hombre cultivado intelectualmente, de fina educación y de aspecto que irradiaba tranquilidad, era un placer conversar con él; si había un sitio libre en el poyo –cuando no lo había yo le cedía el mío-, con su clásico: “con permiso”, se sentaba a nuestro lado, siempre dispuesto a escuchar con máxima atención todo cuanto sobre la labranza se comentaba. Digo bien, a nuestro lado, porque los primeros en tomar asiento, todas las tardes, éramos mi amigo Manolo Josefón y yo. Como cada tarde, Manolo le preguntaba:
– ¿Qué, Joaquín, quién ganó hoy la partida?
Joaquín, quitaba la apagada faria de la boca, sacudía con suavidad la ceniza –había intentado encenderla un par de veces, desde que se había sentado-, sonreía con picardía y, también como siempre, respondía:
– El chigrero. Ahí el único que gana es el chigrero –decía, ampliando la sonrisa-.
No era Joaquín hombre de mucho hablar; más bien, le gustaba escuchar. Aún cuando la conversación derivase hacia el fútbol –excelente jugador en sus años mozos, y gran entendido de todos los deportes, en general– seguidor del Barcelona, pero lejos de acercarse al grado de forofo. Ni siquiera en esos temas hablaba más de lo conveniente. Sus frases eran colocadas con matemática precisión en el tiempo y lugar adecuado, y si alguien, en temas de fútbol, trataba de provocarle, se sonreía y daba un par de caladas a la faria, pero jamás entraba al trapo. Le gustaba que Manolo hablara del ganado, de cuantos carros de hierba habíamos recogido o de cómo se habían comportado los segadores. Llegado a este punto, solía preguntarnos:
-¿No os habrá pasado lo que a María la de Rabanal?
La anécdota de María la de Rabanal, a la que Joaquín se refería, era harto conocida en todo el valle; alguien, en época de siega, en un calecho similar al nuestro, le había preguntado:
-¿Qué tal los segadores, María? ¿Siegan mucho?
A lo que ella, con su habitual desparpajo, respondió:
– Lo que es segar, la verdad, no es que sieguen mucho, pero da gusto verles comer.
Al cabo de un rato, echaba un vistazo a su reloj de bolsillo, cogía la colilla de su faria, la miraba como si dudase qué hacer con ella, y después de decidirse a tirar lo poco que de ella quedaba, se levantaba y nos decía:
-Ha sido un placer charlar con vosotros. Aquí se está muy a gusto, pero hay que ir a cenar, escuchar un poco el parte, y a la cama, que mañana es día de escuela.
Otro de los que, igualmente, una vez terminada la partida en el bar de Armando –en su caso la partida era de tute o de mus-, de camino a casa, solía sentarse unos minutos a charlar con nosotros, era Luis Sierra (más conocido como Luis el del síndico). Con él –también de profesión brañeiro, a la vez que minero-, la conversación versaba, casi siempre, sobre aspectos profesionales. Apasionado al fútbol y acérrimo hincha del Barcelona, cuando discutía de fútbol con Manolo Josefón, acérrimo del fútbol como él, pero en su caso de Real Madrid, el ambiente se ponía al rojo vivo. Yo, cuando la trifulca comenzaba, buscaba cualquier excusa para ausentarme unos minutos, porque, aunque no siempre, con frecuencia saltaban chispas; para ser sincero he de decir que la sangre nunca llegaba al río. Lo curioso del caso era que ni el uno ni el otro habían visto jugar a ninguno de los dos equipos, si bien por la radio seguían la retransmisión de todos los partidos.
Otros dos buenos amigos y mejor personas, que solían acercarse a charlar un rato con nosotros, eran Paquito el de Olina y Eliseo el del Garfiecho. Después de la partida, solían acercarse a sentarse un rato y a participar de nuestro calecho. Eran dos hombres excepcionales; donde ellos estaban no había penas. Su carácter –el de ambos- era tan agradable, y su conversación tan amena, que si un día, por la razón que fuere, no venían a sentarse con nosotros, ese día, al calecho le faltaba algo; no era lo mismo cuando ellos no estaban. Muchas partidas de tute, mus y dominó tengo jugado con ellos; a veces de compañero y otras de contrario y, jamás, ni en un caso ni en otro, les escuché la mínima discusión por el juego, algo que suele ser frecuente entre la mayoría de los jugadores. Tanto cuando ganaban como cuando perdían, su sonrisa y su agradable semblante estaban siempre presentes. Eran dos personas encantadoras y dos buenos amigos ¡Cómo les echo de menos! Y ¡Cómo añoro aquellas partidas y aquellos calechos!
Hoy, la gente tiene otras aficiones y otras prisas, ¡Lástima! El poyo sigue estando en el mismo sitio, y yo, aunque viviendo lejos de Villager, y ya con muchos veranos a mi espalda, llegado el mes de Julio, cuando el olor a hierba recién segada tiene el poder de quitar el candado al baúl de los recuerdos, siempre que puedo me acerco a aquel poyo, pero ya nadie se acerca a sentarse a mi lado. Casi todos aquellos amigos, incluido Manolo Josefón, se fueron para siempre, y ya nadie se para a sentarse. A nadie le interesan los calechos. ¿He dicho pararse? La mayoría ni siquiera saludan al pasar. Se diría que ven poco y, gracias a esos modernos artilugios que se ponen en los oídos o a los teléfonos móviles –continuamente y por doquier hablando o chateando-, oyen menos aún; tienen prisa, demasiada prisa para ir a ninguna parte. ¿Tendría razón Albert Einstein, cuando dijo?: “Temo el día en que la tecnología sobrepase nuestra humanidad. Llegado ese día el mundo sólo tendrá una generación de idiotas.” No seré yo quien contradiga al genio.
A pesar de todo, yo, en verano, sigo sentándome en aquel banco de piedra labrada; y, al atardecer, como cuando era un niño, me sigue gustando contemplar como el sol se esconde tras La Pinietsa; y, como entonces, poso la vista tras el horizonte y, en mis recuerdos, contemplo aquellos países del cuento que me habían regalado, aunque ahora los veo de forma muy diferente; entonces, aquellos lugares eran tan maravillosos como mi imaginación infantil quería que fueran; ahora, después de haber estado en todos los que venían en el cuento, incluso en algunos más, tengo que reconocer que aquellas maravillas que mi infantil imaginación forjaba, en no pocos aspectos, aunque irreales, me gustaban mucho más que la propia realidad.
Cuando cae la noche y el firmamento se llena de estrellas, sentando en aquel poyo, dirijo hacia ellas la mirada, y busco una en particular, mi estrella; la estrella que mi amigo Kammamura -un malayo del que, los que me seguís, ya me habéis oído hablar- me dijo que buscara. Kammamura también me dijo que para buscarla tenía que dirigir la marida al cielo, pero que a la vez tendría que mirar en mi interior. He de decir que, aun cuando me llevó mucho tiempo conseguirlo, ahora me resulta muy fácil conseguirlo: al cabo de pocos segundos una brillante estrella aparece en mi mente, y como si de un potente proyector cinematográfico se tratara, empiezan a desfilar por mi mente infinidad de fotogramas relacionados con lo acontecido a través de mí ya dilatada existencia. La experiencia es extraordinaria, pues es muy cierto aquello que dijo el poeta, que recordar es volver a vivir.
Nuestros recuerdos son nuestro mayor tesoro, algo que nadie podrá jamás arrebatarnos. Podrán privarnos de nuestros bienes materiales, podrán incluso –como sucede en no pocos países- privarnos de nuestra libertad, pero jamás podrán privarnos de nuestros recuerdos. Tesoro que, en los momentos de soledad o de tristeza, si buscamos nuestra estrella, con ella nuestros recuerdos, cual fieles amigos, vendrán a nuestra mente para aliviar nuestras penas y fortalecer nuestro espíritu.
El verano se fue y, como cada año, llegan los largos meses de espera, con la incertidumbre de saber si el año próximos podremos sentarnos de nuevo en aquel banco de piedra labrada y aspirar el aire fresco con olor a manzanas y a membrillo, mientras contemplamos como el sol se oculta tras la Pinietsa. Afortunadamente, nuestros recuerdos serán la barca que nos ayudará a cruzar el mar de la espera.
¡Ay!, que bonito Piorno…. Como me gusta ver que compartes con nosotros estos recuerdos vividos en la niñez y juventud en nuestro querido pueblo. Sí, mío también, por derecho. Aunque no nací en él, todas mis raíces se encuentran en Villager, y en él pasé una época de mi vida que recuerdo con nostalgia. Yo también me acuerdo de mis amigas de entonces, algunas ya no están aquí, las únicas que quedamos de aquella época es Alicia la de Virginia y Pajerto y yo, porque Monchi la de Napoleón y Anita la de Síndico han muerto hace un par de años. ¡Que bien lo pasé allí, con esa libertad para jugar y salir a pasear, unas veces andando y otras en bici!. También recuerdo en verano las fiestas de los pueblos de alrededor a las que íbamos todas en grupo; con que poco nos divertíamos y que bien lo pasábamos. Fueron tiempos felices y que recuerdo con nostalgia. Por eso comprendo que tú también los recuerdes y añores todo lo que relatas en tu mensaje. Esos recuerdos que nadie nos puede quitar, porque los llevamos muy adentro como un legado de nuestras vidas.
Gracias por compartirlos con nosotros.
Un abrazo, Guaja.
Hola Guaja. Perdona que no haya dado entrada antes a tu comentario, pero ha sido debido a un problema con la conexión a Internet en Villablino. Hasta hoy que regresé a Madrid, no conseguí conectarme. Me hablas de Alicia la de Pajerto. ¡Qué casualidad! Estuve en la Feriona y me encontré con ella. Hacía 60 años que no la veía y, como puedes imaginarte, no la reconocí. Iba con su sobrino, el hijo de su hermana Pristila. Ella tampoco me reconoció y cuando su sobrino -con el que tengo amistad- me saludó, le preguntó a ella si me conocía; evidentemente, dijo que no, que no me había visto nunca. Por la sonrisa burlona de su sobrino, deduje quien era y, entonces, le dije que yo si sabía quien era ella. Por si me quedaba alguna duda, ella misma se delató al decirme: no te equivoques que yo no soy Pris. Ya lo sé, respondí, a Pris la veo con cierta frecuencia pero a ti hacía la friolera de 60 años que no te veía. Cuando le dije quien era yo se abrazó a mí y creí que no me soltaba. Estuvimos charlando un buen rato y recordando pasajes de cuando yo tenía 18 años y ella pocos más y, ya ves que cosas, entre otras personas saliste tú a la palestra. Se ve que erais buenas amigas. Como bien dices, a los que ya hemos visto pasar unas cuantas Ferionas, los recuerdos son algo así como el motor que nos ayuda a caminar.
Un abrazo, Piorno.
Hola Piorno.
Me alegro que hayas disfrutado de la Feriona. Aunque estos últimos años ya no es lo que fue, principalmente feria de ganado, hay que seguir la tradición. Yo hace ya cuatro o cinco años que no voy, pero siempre te queda el regusto de lo que fue y es ocasión de encontrarte con viejos amigos, como a ti te ha ocurrido ahora. Para mí Alicia ha sido y es una gran amiga. La vida te lleva por diferentes caminos, pero no por eso el aprecio que nos tenemos disminuye. Siempre que nos vemos, normalmente en verano, recordamos aquellos años felices en Villager, cuando íbamos a los prados en la siega de la hierba. Yo ya estaba casada y con varios de mis hijos pequeños. Ella los quería mucho y siempre iba con alguno de ellos al hombro hasta el prado, para luego volver montados en el carro. Aquello les encantaba y ella que además de muy cariñosa tenía una gran paciencia, se subía con ellos y los agarraba para que en algún vaivén no se fueran a caer. Este año cuando vino a vernos a casa estaban ellos y les decía: ¡con lo que yo cargué con vosotros, parece mentira como pasan los años..!
Cuantas anécdotas y cuantos recuerdos hemos compartido.
Bueno Piorno. Espero volver algún año y comprarme algún cuchillo de Taramundi, como hago siempre que tengo ocasión, otras veces también en Carrasconte…es un vicio, los tengo de todos los tamaños.
Un gran abrazo, Guaja.
¡Cuánta razón tienes Guaja! A la verdadera feriona, la de antaño, sólo le queda el nombre. Actualmente, más que una feria de ganado parece el mercadillo de los viernes, pero como bien dices, para los nostálgicos es una tradición o, porque no decirlo, un cúmulo de bonitos recuerdos. Por lo que dices has comprado muchos cuchillos de Taramundi; pues ya ves, yo hago lo propio pero con navajas. He perdido la cuenta del número de navajas de Taramundi que he comprado. En mi casa abras el cajón que abras o hurgues en la mochila que hurgues, con toda seguridad encontrarás una o varias navajas «Made in Taramundi». Figúrate, todo empezó en un año en el que, por vez primera, acompañé a mi padre a comprar la matona -creo que tenía yo 8 años-. Él estaba muy contento porque, al parecer, había mercado una buena vaca y a buen precio. Quizá por eso me dijo que quería comprarme algo, que le pidiera algo de lo que allí se vendía. Yo Supongo que esperaría que le pidiera caramelos o avellanas, cuando le dije que quería una navaja abrió unos ojos como platos, pero me la compró; pues, desde entonces, sin fallar un solo año, excepto el año pasado que por razones de salud no pude ir, todos los años, sin excepción, me compré una navaja, y el año pasado, que no fui, un alma caritativa me compró una y me la envió a Madrid. Excuso decirte la ilusión que me hizo el recibirla. Tanto es así que cuando me encuentro en la feriona con algún amigo lo primero que me pregunta es si ya compré la navaja. Otros me preguntan si hago colección; en realidad, nunca me he preguntado por qué lo hago, pero en el subconsciente creo que es un manera de recordar aquel maravilloso día en el que, por vez primera, mi padre me llevó con el a la feria y aquella primera navaja que él me compró y que, a pesar de los años transcurridos, aún la conservo. A partir de aquel año y hasta su muerte, pocos años después, cada año me llevaba con él a la feria y cada año me compraba una.
Como ves, amiga Guaja, es la nostalgia la que a muchos nos empuja a ir a la Feriona, aunque de Feriona ya no le quede casi nada.
Un abrazo
Piorno
Amigo Piorno,
Espero y deseo que por muchos años sigas comprando navajas….Yo, como te digo, soy de cuchillos, que también compro y regalo a mis hijos; en ocasiones también les he traído navajas, sobre todo al mayor que tiene una gran colección de diversos sitios colocadas en un panel. Hace años, cuando su hijo era muy pequeño (ahora ha cumplido 18), llamaron a mi hijo del colegio para que fuera, porque le habían «pillado» en el recreo rodeado de unos cuantos niños a los que tenía con la boca abierta enseñándoles una navaja de grandes dimensiones y fardando con ella… excuso decirte la que le formó, pues las tiene en la buhardilla de su casa donde tiene el despacho y a una considerable altura pensando que ahí no había peligro porque no llegaba…pero existen las sillas…Ahora es un chaval que es un encanto, pero de pequeño era un pieza de mucho cuidado.
Hace dos años, en el verano, cuando estábamos todos fuimos a visitar la región de los Oscos que nos encantó y llegamos a Taramundi, donde estuvimos visitando los talleres de los artesanos que hacen las navajas, los vimos trabajar y nos dejó impactados la destreza que tienen y como un trozo de metal lo convierten a fuerza de fuego y martillazos en la hoja de un cuchillo o navaja, cómo lo afinan, lo pulen, y lo transforman en una pieza totalmente artesanal. Salimos de allí con un cargamento de cuchillos y navajas, pues a mis hijos les gustaba todo. Fue muy curioso el verlos trabajar y cómo explicaban todo el proceso. Nos gustó la experiencia, y para rematar comimos en el pueblo de Taramundi «como gochos»… Pasamos un día estupendo.
A lo mejor tú, incansable viajero, lo conoces, pero si no es así, es una excursión recomendable.
Un abrazo, Guaja
Amiga Guaja,
Si, estuve en Taramundi y, como tú, también quedé maravillado viéndoles trabajar y, también como tú, vine cargado de navajas.
Estoy escribiendo desde Villablino. Tenemos un tiempo espectacular. Salvo el año pasado que por problemas de salud no pude venir a Todos los Santos, no he faltado ningún año y no recuerdo nunca haber tenido un tiempo como este. Recuerdo tiempos cuando, por estas fechas, el cementerio estsba completamente nevado, años más tarde la nieve sólo estaba por los altos, luego vinieron tiempos más cálidos pero de lluvias intensas, verdaderos diluvios, pero un tiempo en el que no haya ni una nube y que caliente el sol como en septiembre, no lo recuerdo. Hace años, por estas fechas, ya había fuertes heladas que servían para curar el samartino. Cuando y iba a la escuela, por estas fechas, todas las mañanas desde casa hasta la escuela era un puro gruñido de gochos. Este año no se oye ni uno.
Estaré aquí hasta el día de Todos los Santos y al día siguiente vuelta a Madrid. Lamentablemente, este año no podré llevar chorizos y morcillas frescas, como hacía en tiempos, así que habrá que hacer otro viaje en diciembre y, con suerte, aprovecharemos para esquiar un poco en Leitariegos y de paso llevar algo de samartino fresco.
Un abrazo
Piorno
Amigo Piorno,
¡Que envidia me das, tú por nuestra tierra y con este tiempo que nos está regalando el otoño!. Nosotros también solemos ir por estas fechas todos los años, que por cierto ha habido veces, la mayoría, con frío, lluvia, y como bien dices hasta nieve, pero aunque los elementos estuvieran en contra, allá que íbamos a pasar estas fechas. Este año programado estaba desde hace tiempo, pero por varios motivos nos ha sido imposible ir. Esperemos que en los primeros meses del año próximo se nos dé mejor y podamos pasar unos días por el pueblo, pues cualquier época es buena para descansar y disfrutar de todo aquello.
Un abrazo, Guaja
Mi buena amiga Guaja,
No pretendo ponerte los dientes largos, pero realmente, en esta ocasión, motivos te sobran para sentir envidia. Tuvimos unos días de sol como yo jamás, en mi ya dilatada existencia, había visto por estas fechas en nuestro pueblo. Los montes, como si quisieran no ser menos, lucían sus mejores colores: robles, abedules y chopos parecían querer competir con el inigualable colorido que exhibía el cementerio, repleto de preciosas flores. Nada que ver, como bien dices, con aquellos años en los que la nieve o la lluvia apagaba el color de las flores apenas colocadas sobre las sepulturas.
Después del responso, de vuelta a casa, en vez de ir por la carretera de las Rozas -las aceras iban repletas de gente- subí por la estrecha carretera que lleva a San Miguel, y al final de la misma, en la cafetería que hay en la esquina entré a tomar un café. En una mesa contigua a la que yo ocupaba; en voz lo suficientemente alta como para que todo lo mundo pudiera oírlo, hablaban dos hombres. La conversación versaba sobre -según uno de ellos- la gran estupidez y derroche de dinero que se dilapida con las flores que se llevan al cementerio el día de Todos los Santos y, agregaba: “los que están allí ni ven las flores ni las necesitan; ni las flores ni los rezos”. Como estaba frente a mí, se quedó mirándome fijamente como si esperara que yo asintiera. No respondí ni hice gesto alguno, pero con ganas me quedé de decirle que, efectivamente, los cuerpos que allí están enterrados no podían ver las flores, pero los que las depositamos sobre sus tumbas sí que las vemos. Y cuando rezamos ante la sepultura, no rezamos pensando en un montón de huesos sino en nuestros seres queridos a los que, en nuestro interior, seguimos viéndolos tal y como eran antes de irse de este mundo, y que gracias a que los recordamos, de alguna manera, ellos siguen viviendo.
Cambiando de tema te diré que me encontré con tu prima Olina. Estuvimos charlando unos minutos y, por lo que me comentó, es una asidua lectora de este blog. Entre otras cosas me dijo: “Me encanta como escribe Guaja”. Aquello me produjo un subidón de adrenalina que todo lo que se me ocurrió fue darle las gracias en tu nombre. No sé si Olina sabe quien es Guaja, yo no se lo dije, pero tanto si lo sabe como si no, lo dijo con el alma. A mí, que le guste como escribes no me extraña en absoluto. Como bien sabes, no es la primera persona que opina igual, y con razón. Para mí es un orgullo y un honor que tú escribas en este modesto blog, porque tu sensibilidad, tu sensatez y tu siempre acertado criterio literario lo ennoblecen; algo por lo que te estaré eternamente agradecido.
Un abrazo
Piorno
Amigo Piorno,
No tienes que darme las gracias ni mucho menos por escribir en tu blog, al contrario yo soy la agradecida de que seas tú quien lo haya creado y podamos estar en contacto los amigos.
En cuanto a lo de Olina si creo que sabe quién es Guaja, hace un par de años que no sé si fué Mónica quien se lo dijo. A estas alturas, y con pocos contertulios, ya queda poco del misterio que en tiempos de la página de Villager existía entre todos nosotros. Agradezco de verdad vuestros elogios en cuanto a lo de mi forma de escribir, sobre todo viniendo de ti que eres un muy buen escritor. Siempre me ha gustado escribir y siempre me ha gustado mucho leer, lo que creo que es una buena manera de hilvanar cuatro párrafos, al menos sin faltas de ortografía y con una más o menos regular sintaxis.
Lo que comentas de visitar los cementerios en estas fechas es una manera de rendir homenaje a nuestros seres queridos. Los que no lo sientan así, peor para ellos, pero al menos que respeten los sentimientos de las personas a las que nos conforta llevarles unas flores y rezar una oración. Seguro que desde donde estén, ellos nos ven y se siguen sintiendo queridos y recordados por nosotros.
A cuento de esto, recuerdo algo que leí en una ocasión y que me hizo gracia. En China creo que la costumbre que tienen es dejar un cuenco de arroz al pié de la sepultura. En cierta ocasión un hombre estaba poniendo flores en la tumba de su esposa, cuando vio a un chino poniendo un cuenco de arroz en la tumba de al lado. El hombre se dirigió al chino y le preguntó con cierta burla:
“Disculpe señor…¿ de verdad cree usted que el difunto vendrá a comer el arroz? –“Si”, respondió el chino, “cuando el suyo venga a oler sus flores…”
Lo que sí es cierto es que, como he dicho muchas veces, solo mueren los que están olvidados, y para nosotros es un consuelo el sentir que siguen con nosotros.
Un abrazo, Guaja.