VIEJOS RECUERDOS

Puerto de SamarindaPuente sobre el río Mahakam

Puerto de  Samarinda, Borneo                                   Puente sobre el río Mahakam en Samarinda

Día caluroso aquel 18 de enero de 1962 en Santo Tomás de Castilla; sí, caluroso y húmedo. Un sol de justicia, acompañado de un alto grado de humedad, era la mezcla idónea para que el cuerpo se cubriera de sudor al mínimo esfuerzo. Cuando Ricardo, después de despedirse de María, cruzó la pasarela y llegó a la cubierta del Erstborg, a pesar de haberse puesto ya el sol, el calor era sofocante. La cubierta del buque desprendía todo el calor acumulado a lo largo del día. La barandilla de estribor, a la que trató de apoyarse para despedirse de María, era un hierro candente. Volvió la mirada hacia el muelle y vio como María se limpiaba una mezcla de sudor y lágrimas que corrían por sus mejillas. Saludó con un ligero gesto de manos y se encaminó hacia su camarote para cambiarse de ropa. En unos minutos el Erstborg zarparía rumbo al puerto de Cristóbal en Panamá.

Mientras el Erstborg, dejando tras de sí un reguero de blanca espuma, se alejaba del puerto, Ricardo, apoyado en la barandilla de cubierta, con la mirada perdida en el horizonte, y dejando que la agradable brisa marina refrescara su rostro, recordaba la conversación mantenida con María. Trató de comparar su imagen actual con la de aquella hermosa joven que tres años atrás se despedía, con un interminable abrazo, de su amado Manuel -el portugués- como todos a bordo le llamaban. Aquellos tres años de ausencia de quien le había prometido regresar para hacerla su esposa, sin tener noticia alguna de él, y el hijo de ambos, nacido durante aquel tiempo, habían envejecido su rostro, hasta el punto que, a primera vista, Ricardo había tenido dudas al reconocerla. Recordaba su expresivo gesto de sorpresa cuando al bajar a tierra se había acercado a ella y le había interpelado por su nombre de pila para, a continuación, decirle que había sido amigo íntimo de Manuel; recordaba, también, como ante el chorro de preguntas que María disparaba, él le había propuesto ir a tomar un café a la taberna El Búho -una vieja y mugrienta taberna situada a poca distancia del puerto-. Recordaba como nada más sentarse a la mesa, y aún en presencia del camarero, y antes incluso de haber pedido la consumición, ella, casi sin respirar, volvía a disparar todo un cargador de preguntas acerca de Manuel:

– ¿Qué sabe usted de Manuel? ¿Dónde está? ¿Por qué no ha vuelto? ¿Por qué no me ha escrito ni una sola carta? Desde hace tres años, cada vez que el Erstborg llegaba a puerto me acercaba para ver si venía. He preguntado por él a cuantos marineros hablaban español, pero ninguno parecía haberle conocido ni sabía nada de él. Usted, si tan amigo era de él como dice, debe saberlo. Dígamelo, por favor.

Recordaba cómo, aprovechando que para secarse el sudor, ella le daba un respiro con sus preguntas, él se preguntaba por qué ningún miembro de la tripulación del Erstborg había podido darle noticias de Manuel. Cabía la posibilidad de que, al igual que él, en los tres últimos años había sido trasladado al Stjerneborg, otro barco de la misma compañía, podría haberles sucedido a los marineros a los que ella había preguntado. Aunque, lo más probable no fuera que ninguno hubiera conocido a Manuel sino que ninguno hubiera querido enfrentarse a lo desagradable de dar una noticia como la que habrían tenido que darle y que, ahora, irremisiblemente, le tocaba dar a él. Recodaba como, haciendo un gran esfuerzo había empezado diciendo:

– Verás, María, Manuel te quería con locura. -A este punto ella le interrumpió para decir-:

– Si tanto me quería porque no ha vuelto. En su último viaje me prometió que a la vuelta abandonaría el barco y nos casaríamos. Cuando se marchó, él sabía que yo estaba embarazada. Tengo un hijo de dos años y medio que no conoce a su padre.

Recordaba su silencioso llanto cuando, haciendo de tripas corazón, él había tenido que contarle como en una noche aciaga, durante una terrible tempestad frente al archipiélago de las islas Feroe, cuando navegaban hacia el puerto de Bergen, en Noruega, una enorme ola que había barrido la cubierta de proa a popa, destrozando todo cuanto a su paso se encontraba, le había arrojado al mar sin que, lamentablemente, hubiera podido ser rescatado. En aquellos tres años, muchas veces él se había preguntado si Manuel tendría familia en Portugal, pero aunque habían sido muy amigos, jamás habían comentado nada de sus respectivos pasados. Tampoco conocía la dirección de María para haber podido enviarle una carta.

Entre tanto, aun cuando el buque ya no era más que un pequeño punto en el horizonte, allá donde el mar y el cielo se juntan, María, como cuando Manuel partía hacia otros puertos –quizá porque su subconsciente le jugaba una pesada broma o, simplemente, porque quería despedirse de Ricardo-, trataba de agitar su pañuelo en señal de despedida, pero ni Manuel iba a bordo, ni Ricardo podía ya verla, ni aquel pañuelo, empapado en dolorosas lágrimas, estaba en condiciones de ser flameado al viento. Atrás, en el puerto, inmóvil como una estatua, como pegada al asfalto del muelle, quedaba una joven mujer destrozada por el dolor, y a él se le encogía el corazón sólo de pensar en lo que el futuro de aquella pobre muchacha le tendría reservado; a ella y a su hijo, y se preguntaba por qué la vida, algunas veces, como en esta ocasión, puede ensañarse de forma tan cruel con una inocente y humilde mujer de apenas diecinueve años de edad, que todo su delito había sido el de enamorarse locamente de un marinero.

En aquel apacible oscurecer, el Erstborg, en aguas caribeñas, navegaba tranquilo y silencioso. Desde la barandilla de cubierta sobre la que Ricardo se apoyaba, permitiendo que aquella deliciosa brisa acariciara su rostro, apenas si el leve murmullo de las tranquilas aguas, al estrellarse contra la amura del barco, lograban interrumpir sus pensamientos. Con la mirada perdida en las primeras estrellas, que como si quisieran saludarle, aparecían en el firmamento, los recuerdos de Ricardo, una y otra vez, volaban hacia la taberna El Búho, donde, ante dos tazas de café, que ninguno de los dos había llegado a probar, veía el rostro de tristeza de María cuando él relataba anécdotas vividas a bordo por ambos. Cuando comentaba como su amistad con Manuel se había iniciado, no sólo por el extrovertido carácter de Manuel, que también, sino por la gran ayuda que Manuel le había prestado cuando él hacía su primera travesía. El único trabajo que él había realizado hasta entonces había sido palear carbón en la mina y, naturalmente, no tenía ni la menor idea de cómo era el trabajo a bordo de un buque Bulk Carrier. Recordaba como los ojos de María se llenaban de lágrimas cuando él comentaba como Manuel, en su último viaje, le había dicho que cuando el Erstborg regresara a Santo Tomás de Castilla dejaría el barco para casarse con su “menina”, como él cariñosamente llamaba a aquella hermosa joven de la que él, con un interminable abrazo –como si presintiera que fuera a ser el último- se había despedido en el muelle, tres años atrás. Lamentablemente, en lo único que Manuel había acertado fue en que aquel sería su último viaje, aunque el puerto de destino, lamentablemente, había sido muy diferente del deseado.

Recordaba como María, tras un prolongado silencio, le había preguntado:

– Y a ti ¿qué te ha sucedido? Porque aunque trates de disimularlo, tus ojos   desvelan una gran tristeza.

Recordaba como él, por toda respuesta, había sacado un telegrama que llevaba en el bolsillo de la camisa y se lo daba a leer. Telegrama que había recibido el día de fin de año, cuando fondeado el Erstborg en la bahía de San Juan de Puerto Rico, poco antes de iniciar a bordo la cena de fin de año, el capitán le había entregado. El telegrama, muy escueto, decía que Angelines, la mujer de su vida, por la que él buscando un futuro mejor se había hecho a la mar, la víspera de Noche Buena, en Madrid, donde ella vivía, había fallecido en accidente de tráfico. Recordaba como María se había levantado de la mesa, y llorando desconsoladamente, se había abrazado a él. En ese punto sus pensamientos volaron hacia miles de kilómetros de allí, concretamente, hacia Villager, una aldea enclavada en los montes de León, cuando en la verbena que se celebraba con motivo de la fiesta de San Lorenzo, patrón del pueblo, mientras bailaban en el prado del Singer, él y Angelines, dos chiquillos de apenas diecisiete años, se habían besado por vez primera.

El Erstborg, tras completar su carga en el puerto de Cristóbal, puso proa al puerto de Samarinda en Borneo. Tras cruzar el canal de Panamá, el Erstborg dejó atrás las tranquilas aguas del Caribe para adentrarse en el Océano Pacífico. Tras varios días de navegación y después de doblar el Cabo de Hornos, el Erstborg puso proa hacia Pointe de Galets –principal puerto de Isla Reunión, en el Océano Indico- donde escalaría durante 2 días, y tras un mes de navegación, por fin, el Erstborg arribó al puerto de Samarinda en Borneo.

Les tocó a un malayo llamado Kammamura y a Ricardo amarrar las maromas a los norays (bolaños) del puerto. Al terminar el amarre Kammamura se acercó a Ricardo y posando una de sus manos sobre su hombro, con un gesto de satisfacción, a la vez que de cansancio, le dijo:

– Amigo Ricardo, estoy muy contento por regresar a mi tierra, después de nueve meses; sí –repitió como en un eco-, muy contento, por regresar a mi tierra, pero sobre todo por ver a mi mujer. Nueve meses separado de ella son una eternidad ¿Puedes imaginarte lo que significa estar nueve meses sin ver a tu mujer?

-No puedo imaginarlo –respondió Ricardo sin mucho entusiasmo- yo estoy soltero, pero me alegro por ti.

– Pero aunque estés soltero, supongo que en la otra parte del mundo de donde tú vienes, habrá una mujer esperándote.

Como Ricardo no respondiera, Kammamura dio un par de caladas al pitillo que sostenía entre los labios y con ese gesto típico de los asiáticos que nunca sabes si hablan en broma o en serio, casi como hablando para sí mismo, continuó:

– Sabes, los hombres con mucha experiencia dicen que no es bueno estar mucho tiempo sin ver a tu mujer, porque se corre el riesgo de que busque consuelo en otro hombre. ¿Tú qué opinas? –Como no recibiera respuesta de Ricardo, continuó- Yo sé que mi mujer me esperará siempre. Ella desciende de la tribu de los Dajaks y esas gentes son fieles hasta la muerte.

– ¿De los Dajaks has dicho? ¿De los temibles cortadores de cabezas? – Preguntó Ricardo con gesto de incredulidad-. Estás de broma.

– No, no es ninguna broma. Un tatarabuelo de mi mujer salvó la vida a una joven y bella mujer Dajak a la que perseguían los colonos, la llevó a su casa en el poblado de Salatiaga, en plena selva, y se acabó casando con ella; así que como verás, mi mujer desciende de los terribles cortadores de cabezas. Esta noche te invito a cenar y así podrás conocer a Ahyar –así se llamaba su mujer-, y verás que además de que es muy bonita prepara unos guisos que te chupas los dedos.

No exageraba Kammamura respecto de las alabanzas hacia su mujer. Ricardo que al oír que Ahyar descendía de los Dajaks, la imaginaba pequeña, de tez morena tirando a negro, con el pelo negro, desgreñado y sucio, y casi hasta con un hueso atravesando la nariz, se sintió avergonzado de sus pensamientos al verla: alta, espigada, perfectamente formada, de tez clara, con una corta melena de pelo negro como el azache, pero limpio y brillante como las mismísimas estrellas. Era muy hermosa, una de esas bellezas asiáticas que no pasan desapercibidas. Al verla, tuvo intención de decirle a Kammamura que aquello que le había contado referente al origen de su mujer era un chiste, pero, afortunadamente, se contuvo a tiempo. Aquella observación hubiera ofendido a su amigo, y eso no se lo habría perdonado. Tampoco exageraba Kammamura en lo referente a las aptitudes culinarias de su esposa. Aquel Nasi Goreng -cena típica de Borneo, como Ahyar le había dicho- había sido una verdadera delicia. El Nasi Goreng se componía de arroz frito con revuelto de huevos, trozos de pollo y algo que ellos llamaban kerupuk, que Ricardo nunca llegó a saber de qué se trataba, pero que estaba delicioso. Claro que –pensó Ricardo- sin restarle un ápice al estupendo Nasi Goreng, puede que el encontrar tan deliciosa la cena, en parte, se debiera a que después de engullir durante un largo mes la bazofia que el cocinero chino del barco les preparaba, cualquier comida normal les habría parecido un manjar.

Después de cenar, Ahyar sugirió dar un paseo para bajar la cena y para enseñar la ciudad a Ricardo, a quien la idea había parecido excelente, pues su estómago se lo estaba reclamando insistentemente. Paseando se dirigieron hacia el Boulevard JL Gajah Madu ; un largo y ancho Boulevard que discurre paralelo a orillas del río Mahakam, para a continuación caminar sobre el mega puente que cruza el mencionado río y que, en esa parte, tiene un kilómetro de ancho. La noche era apacible y la temperatura muy agradable. Las luces del puente, reflejándose en el agua, parecían querer competir con el brillo de millones de estrellas que adornaban la noche en Samarinda. Ricardo no pudo por menos que detenerse y contemplar embelesado aquel espectáculo de luz y color. Se diría que todas las estrellas del firmamento se habían dado cita aquella noche sobre el río Mahakam –pensó. Ahyar, que hasta entonces siempre había hablado en inglés, dijo algo en malayo que Kammamura se apresuró a traducir: “Pregunta Ahyar si estás buscando tu estrella” ¿Mi estrella? –Respondió Ricardo un tanto extrañado-. No sabía que tuviera una estrella y, si así fuera, ¿Cómo podría distinguirla entre tantas? Ahyar que se había adelantado unos metros durante los minutos en que Ricardo se había detenido mirando las estrellas, volvió sobre sus pasos y se acercó a él para preguntarle:

– Si no crees tener una estrella ¿Por qué las mirabas con tanta insistencia? Si de verdad no crees tener una estrella ¿Qué es lo que buscabas? Porque yo diría que algo estabas buscando.

No respondió Ricardo. En realidad, él había dirigido la mirada hacia las estrellas, pero su mente estaba en otra parte. Sus pensamientos se hallaban en la otra parte del mundo.   Por momentos veía a Angelines acercándose a él para abrazarle y veía como su imagen se difuminaba a medida que se iba acercando, para después, súbitamente, contemplar su rostro ensangrentado mientras trataba de salir, desesperadamente, de entre los amasijos de un coche destrozado. Cuando su mente trataba de borrar esos pensamientos, la imagen de María, de pie en el muelle de Santo Tomás de Castilla, llorando desconsoladamente y clavando su mirada en la escalerilla del Erstborg, como si esperara que de un momento a otro Antonio fuera a bajar por ellas, llegaba a su cerebro para seguir mortificándole. Las sombras de la noche evitaron que Ahyar pudiera ver dos lágrimas que Ricardo no había podido evitar.

Tres días más tarde el Erstborg se aprestaba a zarpar con rumbo a otros puertos. Esta vez Kammanura no estaría a bordo. Había ahorrado algunos dólares y se iba a permitir quedarse con su mujer durante algunos meses. No sé si porque la necesitaba o si porque temía que, como decían los viejos, la ausencia del marido pudiera llevarla a buscar consuelo en otros brazos, por muy descendiente que fuera de los Dajak. Un par de horas antes de que el Erstborg zarpara, Kammamura y Ahyar se acercaron al muelle para despedirse de Ricardo y para decirle que cuando volviera a Samarinda no dejara de pasar a visitarles. Ahyar, al tiempo que le daba un abrazo, le dijo:

– Sigue buscando tu estrella que algún día la encontrarás y, ese día, cuando la encuentres, desparecerá la tristeza de tu rostro. Para encontrarla dirige la vista al cielo, pero búscala en tu interior.

– ¿Vais hacia Europa? –preguntó Kammamura.

Ricardo se encogió de hombros. Ni siquiera se había molestado en preguntar cuál sería el próximo puerto. En realidad le tenía sin cuidado. Todos los puertos son igual –pensó- y todas las ciudades son lo mismo. Lo único que las hace diferentes es el estado de ánimo de la persona, y en ello influye poderosamente quién o qué pueda estar esperándote en el muelle del puerto.

2 thoughts on “VIEJOS RECUERDOS

  1. Amigo Piorno, tu nuevo relato, Viejos recuerdos, me ha parecido tan entrañable como la mayoría de tus cuentos, relatos y publicaciones, con ese puntito de nostalgia que envuelven las vivencias de los años jóvenes. Los personajes de este especialmente, tienen todo el aspecto de haber existido realmente y te dejan el sentimiento de pérdida que han vivido y que tú tan bien reflejas en el relato. Es como si estas dos historias las hubieras vivido, o al menos presenciado tú…

    No sé cual me ha llegado más adentro, si la historia de María y Manuel, o la de Ricardo y Angelines, las dos parecen tan reales que te dejan un regusto de tristeza al sentir lo injusta que puede llegar a ser la vida.

    Por todo esto, tratemos de olvidar los malos momentos y disfrutemos de todo lo bueno que aún nos queda por vivir, (esperemos).

    Un abrazo, Guaja

  2. Hola, Guaja:

    Como ya nos tienes acostumbrados, es un placer para los sentidos leer tus sabios y bien expresados comentarios.

    Hay historias reales que parecen ser sacadas de la ficción y hay ficciones que, sin acercarse a la realidad, se asemejan a ciertas historias. Lo dejo a la imaginación de cada cual. En este caso, el relato de ambas -historias o ficciones- no son más que unas pequeñas pinceladas extraídas de mi libro «Las senda de aquella mina», donde se detallan más profundamente.

    Un abrazo
    Piorno

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