Cuando pensamos en un héroe, quizá porque siempre nos los han pintado de ese color, en nuestra mente se refleja la figura de una persona, joven -por lo regular-, muy valiente y bien parecida, realizando actos fuera de lo común y que, casi siempre, con desprecio de su propia vida, no vacila en arrostrar el mayor de los peligros al intentar salvar la vida de algún semejante o, simplemente, intentando luchar contra las injusticias. Mucho se ha escrito, a través de los tiempos, del clásico héroe de novela que, aún cuando en ocasiones se tratara de hechos reales, eran siempre realzados hasta límites rayando la ficción.
¡Qué poco se ha escrito de otro tipo de héroes cuyas vidas han transcurrido sin pena ni gloria, envueltas en la más profunda oscuridad! Me refiero a otro tipo de héroes, esos para los que no existe ningún tipo de publicidad porque sus heroicas acciones no venden ni interesan a las masas, pero que para llevarlas a cabo se necesita mucho, muchísimo valor y una gran dosis de sacrificio. Me estoy refiriendo a los mineros, especialmente a los de mediados del siglo pasado. Estoy pensando en aquellos padres de familia que, por sacar adelante a sus familias, la mayor parte de su existencia transcurría en las oscuras y frías entrañas de una montaña; hombres que, cumpliendo con el sagrado deber de dar lo mejor de sí mismos por su familia, no sólo arriesgaban sus vidas, sino que eran conscientes de que, aún cuando no sufrieran un accidente, su vida, a causa de la silicosis, era de muy corto recorrido. ¡Cuánto valor se necesita para hacer lo que ellos hacían y que poco se ha escrito sobre ellos!
En las cuencas mineras, en la mayoría de los hogares, quien más quien menos, hemos tenido uno de esos héroes en nuestra propia casa y, quien más quien menos, quizá no hayamos sabido agradecer suficientemente lo que hicieron por nosotros. Todos, con mayor o menor cercanía familiar, hemos salido adelante gracias al sacrificio de uno de esos héroes anónimos. Yo, hoy, como un pequeño homenaje a todos ellos, quiero recordar a uno de esos héroes, en particular. Uno, para mí, muy especial: mi padre.
A la edad de 16 años empezó a trabajar como ramplero en el pozo «Santa Bárbara» en La Rabaldana (Valle de Turón). A los 18 años adquirió la categoría de picador. Se casó muy joven -como la mayoría de los mineros en aquellos tiempos-, creó una familia y un hogar en una aldea de Turón llamada San Andrés. Algunos de sus hijos nacieron en aquella aldea; otros, entre los que me cuento, nacimos en la provincia de León; yo, concretamente, en Villager. El cambio de residencia fue motivado, como el de tantas otras familias en 1937, por la sinrazón y el fanatismo ideológico y, en buena medida, por la ignorancia; todo ello fundido en el crisol de la avaricia por el poder de aquellos que desde sus inexpugnables atalayas, como hacen siempre, mueven a su antojo los hilos de la política sin importarles los sacrificios que una guerra fraticida y cruel causa, especilamente, a los más débiles y que, por otra parte, son los que no tienen ninguna culpa. En aquellos días, no pocos mineros tuvieron que huir de Turón para no terminar en el fondo de un pozo o fusilados ante la tapia del cementerio de su pueblo. Él, como ya detallé en el libro «La senda de aquella mina», tuvo que salir deprisa y sin mirar atrás, dejando a su familia a merced de lo que el odio tuviese a bien o, mejor dicho, de lo que tuviese a mal.
El trayecto desde San Andrés a Gijón lo hizo de noche y en bici -la que abandonó en una esquina cualquiera- y desde allí en autobús hasta Aguasmestas. El resto del trayecto hasta llegar a Villager lo hizo por el monte -terreno que él conocía muy bien-. Tomó la carretera que, camino de Villar de Vildas, discurre a orillas del río Pigüeña. Hizo noche en Corés y a la mañana siguiente, después de cruzar Villar de Vildas, subió a La Pornacal, cruzó Braña Vieja, subió al alto Las Cerezales y la descendió por braña de Orallo hasta llegar al pueblo. Allí, en Orallo, en lo que hoy se conoce como los cuarteles y que entonces fue prisión militar, la guardia civil lo detuvo durante un par de horas, sin mayores consecuencias.
Llegado a Villager, de inmediato consiguió trabajo de picador en el grupo de Calderón. Siempre estuvo bien considerado porque era un buen picador, muy trabajador y nada conflictivo. A la edad de 45 años le diagnosticaron silicosis en tercer grado. Llegado a es punto la MSP le ofreció la posibilidad de jubilarse o la de trabajar en el exterior, concretamente, en el cargue de Calderón. Aceptó esto último porque, como él decía, en aquellos tiempos, de la jubilación no se podía vivir. La silicosis fue destrozando sus pulmones de forma acelerada haciendo que cada día su respiración fuese más entrecortada y el simple hecho de caminar resultara tener que hacer un esfuerzo ímprobo. Yo era un niño, pero recuerdo que para ir desde casa hasta el cargue de Calderón -apenas 200m.- necesitaba pararse varias veces y tardaba un cuarto de hora en recorrer aquel corto trecho. En toda su vida no hizo otra cosa que no fuera trabajar en pos de mantener a su familia. Jamás de sus labios salió una queja. En cierta ocasión en que tenía una herida muy profunda en una pierna –yo entonces apenas contaba 6 años de edad-, recuerdo ver como mi madre se la curaba y le decía que tenía que ir al médico para que le dieran la baja. Su respuesta quedó grabada en mi mente para siempre: «De baja no se dan metros y si no se dan metros no se cobra y si no se cobra no se come» (en la mina, los picadores, en aquellos tiempos, cobraban en función de los metros que picaban). No recuerdo el tiempo que aquella herida tardó en curarse, pero él no perdió un solo día de trabajo.
Su paso por esta vida fue efímero y nada fácil. Falleció cuando yo aún era un niño. Su muerte -lo recuerdo bien- fue monstruosa. Murió ahogado, literalmente. Quería respirar pero sus pulmones estaban llenos de carbón y en ellos no quedaba espacio para dar entrada al aire. Entró en la mina siendo, casi un niño y salió de ella cuando la muerte le obligó. Toda su vida la dedicó a tratar de que a su familia no le faltara lo más elemental, y, en honor a la verdad, tengo que decir que mientras él vivió, en nuestra casa, aunque sin ningún tipo de lujo, nunca faltó comida ni vestido.
Sobre la mesita de mi dormitorio tengo un retrato suyo, ampliado y enmarcado. Es una fotografía en la que él está con la boina terciada y una leve sonrisa en el rostro. La boina era como parte de su uniforme, pues creo que únicamente se la quitaba para dormir, y la sonrisa, aquella sonrisa, era algo innato en él; bueno, yo al menos así lo recuerdo. Ese retrato me sirve, no solamente para no olvidar su rostro -¡Han transcurrido tantos años desde su muerte, y yo era tan niño, que sin ella me resultaría difícil recordarlo!-; ese retrato me sirve, sobre todo, para que algunos días al acostarme, en esos días en los que la moral, por una u otra causa, están bajo mínimos y uno siente deseos de tirar la toalla, contemplándola y pensando en cómo él se sacrificó por su familia, me estimule y me lleve a decirme a mí mismo que no tengo derecho a flaquear.
Esos han sido ayer, lo son hoy y lo serán siempre los verdaderos héroes, aunque sus hazañas no aparezcan en los libros y los medios de comunicación los ignoren.
Relato de profundo sentimiento personal, del hijo que siente la ausencia del padre, que recuerda sus grandes deseos de sacar adelante a su familia sabiendo, como sabia, que aquel esfuerzo le iba a acortar la vida de una manera irremediable.
Haces muy bien en recordar a uno de esos héroes anónimos, que como tu padre no cubrirá páginas en los libros de la historia, pero su mérito y grandeza perdurará en esa otra historia que nunca se escribirá.
Es emocionante leer tus relatos amigo Piorno, y en este caso teniendo en mente la lectura de tu gran libro “La senda de la mina” se siente uno un tanto sobrecogido del sufrimiento de personas tan nobles.
Hoy que tanto nos lamentamos,- siendo verdad que aun nos queda mucho camino por recorrer para conseguir que todo ser humano pueda tener una vida digna-, no puedo por menos de pensar en la situación que vivieron nuestros padres, he incluso nosotros mismos, y las posibilidades que se le ofrecen a las jóvenes generaciones actuales. Sé que esto, como toda opinión, es discutible, pero si no se conoce y valora nuestra historia mas reciente, difícilmente podremos valorar correctamente el presente.
Mi mas cordial enhorabuena.
Amigo Piorno:
Conocía la historia del éxodo de tu familia del valle de Turón por la lectura de tu libro: “La senda de aquella mina”, que mi hermana me regaló hace tiempo.
Coincido contigo en la calificación de “héroes” de todos aquellos hombres, que en circunstancias penosas, sacrificaron sus vidas para que sus hijos disfrutaran de un mejor porvenir. Yo soy uno de ellos y nunca podré agradecerles lo suficiente su altruismo.
Enhorabuena por tus relatos y gracias por hacernos revivir y recordar nuestras raíces y las de nuestros ancestros.
Un cordial saludo.