CAEN LAS HOJAS…

Su caminar era lento, muy lento. Se diría que le faltaban fuerzas para levantar las pesadas botas que calzaba, cuando lo que en realidad le pesaban eran los noventa y ocho años que llevaba sobre sus encorvadas espaldas. De vez en cuando se detenía y, con aspecto de estar ensimismado, contemplaba la montaña como si fuera a ver en ella algo diferente a lo que veía todos los días. No, no esperaba encontrar nada nuevo en la montaña; en realidad, lo que hacía era intentar recuperar algo del oxígeno que sus pulmones, viejos y con demasiado polvo de carbón acumulado en su interior, necesitaban. Vestía un grueso tabardo de paño con el que se protegía de la temperatura que, ya a finales del otoño, era más bien fría; cubría su cabeza una gorra, la que calaba hasta las orejas para evitar que el fuerte viento se la llevara; viento que, a esa hora de la mañana -algo normal en la época-, soplaba con fuerza desnudando de sus hojas a chopos, robles, abedules y pláganos que bordeaban el llamado camino verde, dejando sus ramas desnudas y creando un paisaje de una cierta desolación que, a todas luces, anunciaba el fin de una estación.

Como si de una lluvia de copos se tratara, balanceándose en el aire, caían lenta y parsimoniosamente las otrora verdes y ahora descoloridas hojas, depositando una tupida y multicolor alfombra sobre el camino; alfombra que hacía más agradable el paseo del viejo minero, en su lento caminar. Cuando llegó a la altura del Pozo María, como hacía cada mañana, en un banco situado frente al pozo se sentó a descansar. Con la mirada perdida en la columnas de hormigón que sostenían el cargue, como si las estuviera viendo por vez primera, mientras el viento acariciaba las arrugas de su curtido rostro, su pensamiento volaba hacia otra época ya lejana. A su mente, como potros salvajes al galope, llegaban viejos recueros; veía los rostros de los que habían sido sus compañeros de trabajo cuando él, con apenas dieciocho años recién cumplidos, había entrado por primera vez en la jaula de aquel pozo que le llevaría hacia las entrañas de la tierra. Como si el tiempo no hubiera transcurrido, veía sus rostros con nitidez; oía sus voces y sus risas; veía sus caras de felicidad cuando, terminada la jornada, salían de la jaula que los subía a la superficie, donde, despojándose del miedo, por unas cuantas horas, volverían a respirar aire puro y, sobre todo, donde un día más, volverían a sentir el cariño de sus seres queridos.

Caminando por aquel tortuoso camino, que en su imaginación se dibujaba, se entristeció al constatar que todos aquellos que él había conocido y con los que había convivido dentro y fuera de la mina, ya habían dejado este mundo; algunos a causa de accidentes en la mina; otros, incluyendo familiares y amigos, habían sido arrancados de este mundo porqué, igual que el viento arranca las hojas de los árboles, el viento de la  vida, aunque sin percatarnos de ello, de forma inmisericorde, va arrancando las hojas del calendario; hojas que, contrariamente a las de los árboles, no brotarán en la próxima primavera. Pasado el invierno, irrumpirá una nueva primavera anunciando nueva vida y, de nuevo, las verdes hojas de los árboles, con su agradable sombra, harán las delicias de los caminantes; volverán las rojas amapolas, con su bello color, a teñir los campos que, vistos desde la lejanía, semejarán una gran mancha roja en medio de un océano de tierra y piedras llamado campo; y, cómo no, también volverán las oscuras golondrinas de Gustavo Adolfo Bécquer «en tu balcón sus nidos a colgar», pero las hojas del calendario, aquellas que ya han caído, esas no, esas no volverán.

Contemplando aquella imaginaria y escarpada senda; senda que no era otra que la que él había recorrido, durante su larga vida, no pudo impedir que dos lágrimas, deslizándose a través de sus arrugas, fueran a mezclarse con las hojas caídas en el suelo. Exhalando un suspiro que brotó desde lo más profundo de su alma, exclamó: ¡Santo cielo! ¡Cuántas tumbas sembradas a la vera del camino! Quizá sea el tributo que tengo que pagar por haber vivido tantos años -se dijo-. Lentamente, con la misma parsimonia con la que se había sentado, se levantó, elevó su mirada hacia el castillete del pozo y, con un gesto que semejaba una despedida, con su lento y pesado caminar, volvió sobre sus pasos camino de la residencia de ancianos donde, con toda seguridad, sin más compañía que la de sus recuerdos, acabaría su vida.

Piorno Kirschenfeld

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *