UNA TARDE EN LA BRAÑA DE ORALLO

En esta fotografía faltan Isaac y su tío Gelín, éste, porqué además de gran cocinero era el fotógrafo

Fue a primeros de septiembre, un día de esos que, como tantos otros en Orallo, el verano con cierta premura, se hace a un lado para dar paso al otoño. El día despuntó con el cielo cubierto de nubes de las que se desprendía una fina lluvia de esas que, si abres el paraguas crees que no llueve y si lo cierras te mojas. A medio día, después del paseo diario por la vía verde, a bordo de mi todo terreno, enfilé la carretera de Orallo para, al final del pueblo, iniciar el camino de subida a la braña. Media hora más tarde, después de sortear continuos socavones, llenos de agua, que impedía saber si el coche podría quedar enterrado en uno de ellos, en lo alto de una loma, por fin, divisé la cabaña de Javier Moreno (más conocido como Jabato), que es donde tendría lugar el evento. Para llegar a ella es necesario conectar las dos tracciones y la reductora del todo terreno, además de ser un conductor experimentado, pero una vez que llegas arriba ¡Oh…, que maravilla!

Digo cabaña porqué es así como la llaman, al estar construida en la braña, pero que en realidad es una verdadera casa. Rodeada de un preciosa pradera, más que en el monte, da la impresión de ser una de esas bonitas casas de campo. La entrada está protegida por un porche en el que, en una de sus esquinas hay un horno panadero donde cuecen el pan, y donde, para freír las truchas -plato principal del menú- colocan de forma provisional una cocina de gas butano que será retirada al terminar la jornada. De esta forma el olor al freírlas se queda fuera. En el interior, en la parte frontal del salón comedor, hay una chimenea en la que, para mitigar la baja temperatura que la lluvia proporcionaba, además de crear un agradable ambiente, ardían dos trocos de roble lanzando hacia el interior de la campana chisporroteantes pavesas. Alrededor de la chimenea tres cómodos sofás tapizados en piel y una bonita mesa, sobre la que había una botella de vermú y algunos vasos, que invitaban a repanchigarse en uno de los sofás y tomar un aperitivo mientras se esperaba a que Paco Sierra, que además de ser quien todos los años se encarga de pescar las truchas, es también quien se encarga de freírlas, nos dijera que podíamos sentarnos a la mesa. Entre tanto, otro de los cocineros, Gelín, ya se había encargado, en otra cocina que hay contigua al salón, de cocinar unas deliciosas sopas de ajo, como hace todos los años. En el comedor, sobre una mesa de roble, con capacidad para doce comensales, una bandeja con jamón y otras dos con torreznos, invitaban a ir picando mientras algunos saboreaban una copa vino blanco, vermut otros y, los que como yo no podemos beber alcohol, una cerveza sin alcohol o una coca cola.

Es esta una comida de amistad que, dese hace ya bastantes años, venimos celebrando. En los dos últimos años, lamentablemente, echamos de menos a dos de los comensales que se nos fueron para siempre: Juanín y César Alonso (q.e.p.d.). Como es ley de vida, otros dos, Santines e Isaac, han venido, sino a remplazarlos, porque eso no es posible, si para que el grupo no decaiga.

Por fin, como si la trompeta hubiera tocado a arrebato, todos fuimos a ocupar nuestros puestos, respectivamente, a la mesa. En las cabeceras, como es procedente, en una de ellas se sentaba Javier Moreno (el anfitrión) y en la otra Gelín Álvarez (el cocinero mayor). En los laterales, uno de ellos estaba ocupado por Jose Álvarez, Paco Cerezal y Pepe (para algunos Pepe el del Hotel Carrasconte, para mi seguirá siendo Pepe el del sastre de Villager); en el otro lateral se sentaban Víctor Puras , Isaac Álvarez, Paco Sierra y Santines (nuevo fichaje importado de Caboalles de Arriba).

Aunque antes de comer, quien más quien menos, había atacado al jamón y a los torreznos que, dicho sea de paso, estaban de muerte, ello no impidió que nos metiéramos entre pecho y espalda un buen “perolao” de sopas, menos alguno que se metió dos. Las truchas fritas a la navarra siguieron por los mismos derroteros, a pesar de algún que otro jocoso comentario sobre el origen de las truchas, como el que hizo Víctor: A mí me tocó una del pantano -dijo. Paco que no aguantaba la risa, comentó: –No creo que sean del pantano– ¿Por qué estás tan seguro? -preguntó Víctor. No sé qué decirte, pero el otro día me encontré con Sierra en la pescadería del Gadi-. Las carcajadas fueron sonoras. Yo, personalmente, me puse las botas comiendo truchas, pero mi arrepentimiento no tardó en llegar, ya que cuando retiraron los platos repletos de espinas y quedó la mesa limpia, como por arte de magia, aparecieron tres suculentas y desafiantes tartas dignas de una exposición: una de queso con aspecto de flan, otra de moca y la tercera de hojaldre. De haberlo sabido hubiera comido un par de truchas menos para dejar sitio. Aun así, a riesgo de explotar, no pude por menos que probarlas para a continuación pedirle a Santines que, de mi parte, le diera la enhorabuena y las gracias a su esposa por tan exquisitos postres, pues, al parecer, ella era quien los había hecho.

Como cada año, en la sobremesa, para con el café, aparecieron los licores entre los que no podía faltar el orujo y, como tampoco podía faltar, se organizó una partida de tute. En una esquina de la mesa Jugaban Gelín y Víctor contra Jose y su hijo Isaac. Dos parejas más desiguales es difícil encontrarlas: Jose y su hijo son la tranquilidad personificada; Gelín y Víctor, juntos, es como poner un barril de pólvora al lado del fuego, pero salvo algún que otro rifirrafe sin mayor importancia, todo transcurrió con normalidad, en parte, como dijo Jose, gracias a que Gelín y Víctor ganaron. Me pregunto cómo habría terminado la partida si hubieran perdido.

Terminada la partida, Jose, Javier e Isaac se instalaron cómodamente en los sofás, frente a la chimenea, ambos haciendo ímprobos esfuerzos por mantenerse despiertos, mientras Isaac se entretenía con el móvil. Los dos Pacos y Pepe charlaron largo y tendido recordando anécdotas de otros tiempos sucedidas en Villager; sin duda las mismas que se comentaron otros años en esta comida y que, con toda probabilidad, se comentarán en la comida de las truchas del próximo año, si Paco Sierra sigue con el suficiente humor y entusiasmo para ir a pescarlas.

La tarde, antes de lo normal en esa época, a causa de la lluvia, iba tendiendo las sombras sobre la cabaña. Se acercaba la hora de poner los motores en marcha y regresar al pueblo. Bajando lentamente, en dirección a Orallo, mientras trataba de sortear los baches, no pude evitar que el recuerdo de otras correrías por este mismo monte, a bordo del miso todo terreno, en compañía de mis fallecidos amigos César Alonso y Luis Sierra viniera a mi mente. Cuando las casas de Orallo aparecieron ante mí, me formulé un deseo: Que el próximo año, todos, absolutamente todos, volvamos a reunirnos en la cabaña de Javier y, si es posible, entorno a un cuenco de sopas cocinado por Gelín y un plato de truchas fritas por Paco Sierra; ¡Ah..! Y si no son pescadas, sino compradas en el Gadi, también vale.

Piorno Kirschenfeld  

One thought on “UNA TARDE EN LA BRAÑA DE ORALLO

  1. Os habeis puesto las botas y no creo que fuera por los charcos del camino

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