Situada en la encrucijada de la carretera de Orallo, la que va de Villablino a Caboalles, y el camino de Los Farineiros, se encuentra el edificio que otrora fue La Cantina de Villager. Dando vista a la carretera principal -la de Villablino a Caboalles-, la cantina, que además de cantina era comercio, tenía un escaparate de dimensiones considerables donde se exponían sus principales productos. En la parte inferior del ventanal que hacía las veces de escaparate, a unos 80 cm. del suelo, a modo de repisa, tenía una plancha de mármol que servía de asiento a los parroquianos, especialmente en los días de verano cuando el calor apretaba, ya que la sombra que proporcionaba el edificio mantenía fría la plancha de mármol. Aquella repisa hacía las veces de sala de espera, pues poco a poco, los parroquianos que allí nos sentábamos, terminábamos en el interior de la parte dedicada a bar, para, al pairo de un vermú o un vaso de vino blanco, tomar parte en las agradables tertulias que allí tenían lugar.
Era un 18 de Julio, festividad de Santa Marina (La fiesta de Orallo), a eso de media mañana, sentado sobre la repisa de la ventana que otrora fue un escaparate de La Cantina, disfrutaba del agradable e inconfundible olor a hierba recién segada y de la frescura que el mármol de la repisa del escaparate me proporcionaba, cuando de pronto, el desagradable rugir del motor de un coche, que inesperadamente aparcó a mi lado, vino a interrumpir los bellos recuerdos en los que aquel delicioso olor me había sumido, devolviéndome a la cruda realidad del momento.
Se abrió la portezuela del coche y, con la parsimonia que le caracteriza, la bonachona figura del actual propietario de la Cantina echó pie a tierra. Se acercó a mi lado y me saludó. Hola -le dije, devolviéndole el saludo-. Espero que no te moleste que me haya sentado aquí. No, en absoluto -me respondió-. Aquí, a la sombra, la verdad es que se está muy a gusto. Tengo entendido -dije- que Goyo Rubio ha hecho una reforma increíble en la cantina. Por lo que cuentan, Goyo se gastó un dineral en reformar el interior del establecimiento para dar continuidad a la Cantina, pero que, por motivos que desconozco, el Ayuntamiento le denegó el permiso de apertura. Me gustaría verlo. ¿Te importaría mostrármelo? Claro, cómo no -me respondió-. Volvió a entrar en el coche y, abriendo la guantera, sacó un manojo de llaves, hizo un gesto para que le siguiera y ambos nos dirigimos hacia la puerta de entrada. El color con el que Goyo había pintado la puerta de entrada -rojo chillón- ya advertía que los cambios realizados tenían que ser importantes. Nada dije al respecto, pero ardía en deseo de ver la reforma. Giró la llave, abrió la puerta y se hizo a un lado para dejarme pasar, al tiempo que accionaba el interruptor de la luz.
En el momento de cruzar el umbral de la puerta, antes incluso de que encendiera las luces, un tremendo escalofrío recorrió todo mi cuerpo con la misma intensidad que si me hubiera agarrado a un cable de la luz. Mi visión de cuanto en ese instante me rodeaba es de difícil descripción. Dudo que pueda expresarlo con claridad, ya que todo en el interior parecía envuelto en una nebulosa incolora. Mi primera mirada fue hacia el techo del establecimiento del que, como yo lo recordaba, colgaban toda clase de herramientas y utensilios de labranza. Giré la vista hacia la derecha y, para mi sorpresa, tras el mostrador del fondo vi a Celia, la mujer de Adolfo -el dueño del establecimiento-, que mostraba unas telas a Albarina, la hija de Antón el Xiplo, y esposa de Benigno. Frente a la puerta de entrada, en el pequeño habitáculo tipo cabina, construido con paneles y cristales, Adolfo anotaba en una libreta los artículos que un cliente había comprado. Era el sistema de venta a crédito, sin intereses, que la Cantina ofrecía a su clientela. En aquellas libretas -cada cliente tenía la suya- se registraban todas las compras efectuadas por los clientes en el transcurso de un mes, y el día 10, día de pago en la MSP, todos los clientes, religiosamente, se postraban ante aquella cabina para pagar el importe de las compras efectuadas. Si alguno se había extralimitado en las compras y no podía liquidar toda la deuda, no por ello dejaban de venderle. Adolfo sabía que antes o después aquella gente pagaría sus deudas.
Con la vista hice un ligero recorrido por todas las estanterías, todas ellas repletas de mercancía, y al llegar a la confluencia de los dos mostradores, los que separaban la zona dedicada al bar de la dedicada al comercio, en la esquina, apoyado sobre la parte alta del mostrador, vi a Pepe, el hijo de Rosario y marido de Anita, llevándose a la boca un “manchado” (un vaso de vino blanco manchado con unas gotas de vermú), aperitivo preferido de Pepe. Tras el mostrador de la parte que hacía de bar, Lolo, el hijo pequeño de Adolfo, en aquel momento, llenaba dos vasos de vermú para dos viajantes de una casa de León, proveedora de la Cantina. A espaldas a los viajantes, Gelín y Herminio, en voz que pretendía aparentar un susurro, pero que en realidad no lo era tanto, hablaban pronunciando palabras sueltas y frases entrecortadas. En realidad, lo que ellos pretendían era, preparando una de las suyas, hacer un comentario en voz baja, pero no tanto como para que los dos viajantes, procedentes de la capital, no pudieran escucharlo. Comentaban que en Caboalles de Arriba habían cogido vivo a un oso enorme y que, hasta decidir qué hacer con él, lo tenían encerrado en la carbonera del comercio de Artemia. Gelín y Herminio sabían que el próximo destino de los viajantes era, precisamente, el establecimiento de Artemia, y también sabían que a los viajantes les faltaría tiempo para ir a preguntar por el oso, lo que provocaría un ataque de hilaridad en los clientes que en ese momento allí se encontraran,
Sentados en el banco situado a espaldas de la pared que da al camino, y bajo la ventana, se encontraban César (el hijo mayor de Adolfo), Eradio, Cusco y Manso. César que, aunque con otro estilo, al igual que Gelín y Herminio, también gustaba de colocar inverosímiles historias, explicaba a Manso cómo construir, de forma muy sencilla, un artilugio para poder segar la hierba con una guadaña acoplada a la bicicleta, de tal modo que, con sólo dar pedal, en pocos minutos se podía segar todo un prado. A Manso la idea le gustaba, pero no alcanzaba a comprender cómo podía acoplar la guadaña a la bici. Con la cabeza a punto de estallarle y, con su peculiar vocabulario, mirando fijamente a César, le dijo: “Disfrázamelo porque no lo entiendo”. Uno de los viajantes que en ese momento echaba un trago de vermú, al oír la frase de Manso le dio la risa y, sin poder evitarlo, escupió el vermú que tenía en la boca sobre la blanca camisa de su compañero. Pepe, que observaba la escena, con su posada forma de hablar dijo: ¡Mi madre, lo sulfató! Esa frase provocó un estado de hilaridad en la mayoría los presentes.
De pie, apoyados en un arcón situado entre el banco y la puerta de entrada, Luis el electricista, el marido de Xión, y Manolo Feito, ajenos a cuanto allí sucedía, charlaban animadamente en patsuezu.
A través del escaparate pude ver a Chucho y a Constante, el de Adonina que, sentados en la repisa de la ventana, al tiempo que contemplaban como unos guajines jugaban al balón en el prado de la viuda, como acordeonistas aficionados que ambos eran, supuse que estarían planeando una de sus múltiples escapadas por los pueblos de las cabeceras de Asturias a tocar en alguna boda. En la última en la que fueron contratados -creo que fue en Genestoso-, para amenizar un bodorrio, tardaron una semana en volver a casa. Cuando Constante entró en casa, Adonina, su mujer, ya acostumbrada a las escapadas de su marido, le dijo: ¿Cómo es que vuelves tan pronto? Su respuesta fue escueta: Se acabó el vino.
De pronto, se abrió la puerta y, dos mineros, con los rostros cubiertos de carbón y las ropas mojadas, entraron en la cantina. Se acercaron al mostrador, y después de pedir un vaso de vino blanco, entregaron a Lolo sendas botas de vino, vacías, las que recogerían llenas a la mañana siguiente. Cuando se dirigían al mostrador, Luis el electricista, llamando por el apellido a uno de ellos, dijo:
-Andérez, pronto habéis terminado hoy la jornada. Por decir que os dio tiempo a vaciar el vino de la bota.
-Como verás, nos cogió una buena mojadura -respondió el otro.
Intervino Manolo Feito para, con mucha sorna, decir:
-Sí, sí mojadura. Seguro que la mojadura no te impide ir a casa, coger la escopeta y salir darles un tantarantán a las perdices.
Sonrió Andérez sin decir nada, pero su gesto denotaba que Luis no iba desencaminado.
Una voz que me pareció llegada de ultratumba, preguntándome si me encontraba bien, me devolvió a la realidad. ¡Me has dado un susto de muerte! -me dijo-. Estabas pálido como un muerto. Llegué a tiempo de cogerte para que no te cayeras y sentarte en la silla. Traté de reanimarte, pero todo fue inútil. Quise comprobar tus pulsaciones, pero no había el menor síntoma. Sinceramente, creí que te habías muerto. Dudé si llamar primero a la guardia civil o a tú mujer y, cuando buscaba en internet el número de la benemérita, abriste los ojos, empezaste a respirar y el color volvió a tu rostro. Aunque por sólo unos pocos minutos has sufrido un desmayo muy raro. Lo mejor que supe, traté de reanimarte -continuó-, pero no lo conseguí. ¿Quieres que te lleve a urgencias? Gracias, pero no es necesario. Viéndote diría que el que necesita un médico eres tú -le dije-. Yo me encuentro perfectamente. Por cierto, no he apreciado cambio alguno en la Cantina. De vuelta a casa, pensando en lo sucedido, me preguntaba si lo que me había sucedido era una alucinación o si, por el contrario, mi mente había traspasado las puertas hacia otro mundo. Transcurridos ya varios meses de aquel suceso, aun dudo si todo fueron recuerdos de escenas que yo ya había vivido y que reviví de pronto al entrar en la Cantina o si mi mente viajó a otro mundo y lo que contemplé fueron escenas reales de otros tiempos. Me gustaría dar una respuesta, pero no puedo.
Hola Piorno. Estoy intrigada. Todo eso que nos cuentas es realidad, ficción o hay un poco de todo. Supongo que será ficción, pero me hace dudar que todos los que mencionas están muertos y que todos, aunque en épocas distintas, fueron asiduos clientes de la cantina, incluido mi padre. Me gustaría conocer la realidad. De cualquier manera te doy las gracias por recordarlos. Aunque llevo muchos años viviendo fuera, nací en el barrio de la Ermita.
Estimado amigo Piorno,
Una vez más, con tu inconfundible estilo de narrar vivencias del pasado, nos muestras con total realismo lo que fue la Cantina de Villager, sus enseres y productos, y lo que es más importante, aquellos entrañables personajes que daban vida con sus tertulias e historias.
El destino guiado por nuestra amistad y el amor a la literatura, me llevó años atrás a visitar y conocer la Cantina de Villager atendida por el entrañable Luciano, parco en palabras y noble en sentimientos. Fueron inolvidables momento, plasmados en estas fotografías que te envío como recuerdo.
Finalmente dices, que no sabes si lo narrado fue una alucinación o un hecho real; no te preocupes amigo Piorno, lo que narras es “tu verdad” y yo así lo creo.
Un fuerte abrazo
“La Capilla”. Con ese Nick está claro que has nacido en el barrio de la ermita, y aplicando la hermenéutica a tu comentario, estoy casi seguro de que sé quien eres, aunque eso carezca de importancia. En cualquier caso, te agradezco que hayas entrado en mi blog, y si eres quien yo creo que eres, me alegra que, a tu edad, tengas tan elevada lucidez al escribir.
Con respecto a la pregunta que me haces, harto difícil se me antoja poder encontrar una respuesta coherente. No sé si a ti te ha sucedido que, al cabo de un tiempo, pensando en un hecho en concreto, llegues a dudar si lo has vivido, si lo has soñado o si lo has imaginado. La ficción y la realidad, en ciertos momentos, se acercan tanto la una a la otra que, aun cuando pongas en ello la mejor voluntad, eres incapaz de diferenciarlas.
Perdona que no haya podido ser más explícito.
Un abrazo
Mi buen amigo Nano35,
Gracias por tu comentario y por las fotografías que, por whatsapp, has tenido a bien enviarme. ¡Cuántos recuerdos acudieron a mi mente al contemplarlas! ¡Qué recuerdos de aquellas tertulias y, sobre todo, de los contertulios! Espero que este verano, ya sea en Villager o en Vegapujín, podamos vernos. Yo tengo intención de ir a mediados de julio y, si nada se tuerce, estaré allí hasta finales de agosto o primeros de septiembre. Te llamaré cuando esté allí, y si te acercas a Vegapujín, Aunque La Cantina está está cerrada, siempre nos queda La Campanona y Buenverde.
Un abrazo
Yo tambien conoci a todas esas personas que mencionas y a muchos mas que no mencionas. Puedes suponer que como poco soy contemporaneo tuyo. No se quien eres pero te doy las gracias por recordar a los paisanos que ya nos dejaron. Aunque nunca habia escrito en tu blog te sigo desde que empezaste,
Por tu nick: bilaxio de la época, además de por tu comentario y por dar a entender que tu padre estaba entre los que mencioné, no creo equivocarme si te digo que sé quién eres. Pero, en cualquier caso, tanto si estoy en lo cierto como si no lo estoy, no voy a desvelar tu nombre. Lo que si quiero es darte las gracias por asomarte a este blog.
Ya te echaba de menos en estas páginas, amigo Piorno, aunque no hace mucho que nos vimos. La verdad es que no miro mucho el ordenador. Conocí a algunos de los que mencionas porque no era cliente de la Cantina y vivr fuera de Villager, Aunque los últimos años de Luciano y Carmina iba por allí muchas tardes en mi estancia por esos lares. Y citando a esta pareja, tengo que dedicar un muy amigable recuerdo de infancia y juventud para Carmina, recientemente fallecida. Pude compartir en la tanatorio un rato con Luciano, en su silla de ruedas, con esa sonrisa que siempre mostraba a los amigos y clientes, con sus hijos a quienes no conocía y con sus hermanos, con algunos de los cuales no juntamos alguna mañana a tomar un café en el Marga y charlar de los divino y de lo humano.
Espero que no veamos pronto.
Hola, Pucelania. Yo también espero que podamos vernos no tardando mucho, aunque no será de inmediato. Este año tenía previsto ir ya a primeros de julio al pueblo, pero ya sabes el dicho: «El hombre propone y Dios dispone». El próximo martes, día 26 me implantan un marcapasos, así que no sé exactamente cuando podré ir. Lo que si sé es que aunque todo vaya normal tendré que estar dos semanas sin poder conducir, al margen de posibles controles y revisiones. Lo de conducir, para ir Villablino no es problema, porque, como sabes, tengo chófer. Otra cosa es acercarme a la Campanona cuando me plazca. Bueno, es lo que hay. Al menos, espero poder ir a San Lorenzo.
Me enteré del fallecimiento de Carmina unos días después del funeral. Hubiese querido darle el pésame a Luciano, pero no tengo su teléfono, tampoco el de sus hijos. Según tengo entendido no vive en Villager. Tampoco sabía que Luciano va en silla de ruedas.
Con mis mejores deseos de que todo se te resuelva bien.
Luciano creo que está en Bembibre, lo que no sé es si con el hijo mayor o en una residencia. Me dio una pena enorme verle en silla de ruedas y sin piernas, sin embargo me conoció enseguida y charlamos un poc, la cabeza le funciona bien. Si me entero de dónde está ya te lo comunico.