SE LLAMABA JOAQUÍN MORÁN

Allá por los albores del año 1900, como tantos otros hombres, atraído por el olor a dinero que desprendía la nueva industria del carbón en el Valle de Laciana, llegó a Villager un Joven llamado Melchor Morán, agricultor de profesión, procedente de Fresno de la Vega (pueblo a 36 Km. de León ciudad). De inmediato empezó a trabajar en la mina conocida como La María. Apenas un año después de su aterrizaje en Villager, conoció a Sofía, una agraciada bilaxa perteneciente a una familia que, sin que pudiera ser calificada como adinerada, sí que poseía algunas tierras de labranza, algunos prados y algo de ganado; es decir, podría decirse que, comparándolo con las posesiones de Melchor (la ropa que llevaba puesta) era un buen partido. El 23 de noviembre de 1948 se casaban en la iglesia de San Miguel. Cabe reseñar que este no fue el único caso. En aquella época, en la que predominaba la escasez, en casi todos los pueblos de Laciana y, especialmente en Villager, hubo más de un advenedizo que llegó con lo puesto y encontró un mejor medio de vida casándose con una moza del pueblo, sin que ello pudiera ser censurable.

Poco tiempo después de casarse, por motivos que desconozco y que, a mi entender, carecen de importancia, Melchor se despidió de la empresa y, con su mujer se trasladó a León, ciudad donde nació la primera de sus dos hijas, a la que llamaron Luisa. La estancia en León no fue larga, pues el salario que allí percibía era exiguo, y al aumentar la familia, consecuentemente, los gastos también aumentaron, por lo que los ingresos no alcanzaban para cubrir las necesidades mínimas. Así que no cabía otra alternativa que volver a trabajar en la mina. En esta ocasión el destino fue Santa Lucía, población en la que nacería la segunda hija del matrimonio: Pilar. Unos años más tarde, quizá porque Sofía añoraba su pueblo, regresaron a Villager, donde, el 12 de marzo de 1915, nacería nuestro hombre: Joaquín.  

Apenas tres meses después de su nacimiento, para desgracia de la familia, fallecía Melchor, dejando una viuda, dos niñas de corta edad y un bebé de 3 meses. Al faltar los ingresos del cabeza de familia, la economía doméstica sufrió un duro revés. Sofía, su viuda, con los tres hijos, no estaba en condiciones de trabajar en la agricultura familiar y, consecuentemente, no tuvo otra alternativa que vender fincas y ganado para poder subsistir, pero como dice el refrán: “Quita y no pon, pronto se acaba el montón”. De modo que, cuando Joaquín apenas tenía dos años, Sofía, con sus tres hijos, se trasladó a León capital donde se empleó como cocinera en el restaurante Victoria. La jornada era de doce horas y, evidentemente, no podía trabajar y cuidar de sus tres hijos. Aunque con harto dolor, se vio obligada a tomar una drástica determinación: Luisa, su hija mayor que, a la sazón, contaba 9 años, la llevaría con ella a trabajar en el restaurante, y aunque no iba a cobrar salario alguno, al menos podría comer todos los días. Su hija Pilar y su pequeño Joaquín los ingresó en el hospicio de León.

El hospicio, con su férrea disciplina, marcaría el carácter, la mentalidad, la responsabilidad y el sentido de la puntualidad de Joaquín. Baste saber, a título de ejemplo, que ya a la tierna edad de 6 años, a Joaquín lo despertaban todos los días a las 6 de la mañana para ayudar a decir misa. En el hospicio, a los que tenían capacidad para estudiar les proporcionaban los medios y, a los que no la tenían les buscaban, ya de bien jóvenes, un trabajo. Joaquín y su hermana Pilar estudiaron magisterio en la entonces conocida como “Escuela Nacional de Maestros de León”, dependiente de la Universidad Complutense de Madrid, donde ambos obtuvieron el título de maestro; concretamente, Joaquín lo obtuvo a la edad de 19 años. Como no tenía plaza en propiedad le concedieron hacer sustituciones en varios pueblos de la provincia: su primer empleo fue en el pueblo de Valseco, donde el titular había contraído la gripe. Cuando el titular se reincorporó a su puesto le concedieron otra sustitución en Robles -apenas algunos meses-, finalmente, por fallecimiento del titular, le dieron plaza en Salientes. Allí impartió clases hasta que, en 1939, al terminar la guerra, las nuevas autoridades gubernamentales nombraron otro maestro. Sin embargo, y puesto que él no se había inmiscuido en la contienda, le ofrecieron plaza fija en otra escuela de la provincia, pero para ello era imperativo que se afiliara a la Falange. Joaquín, que nunca quiso saber nada de política, no aceptó y, consecuentemente, se quedó sin plaza de maestro. Volvió a Villager, a la casa de sus padres, en la que había nacido, y de inmediato consiguió trabajo como listero en la MSP, empresa en la que trabajaría hasta su jubilación. El 23/11/1948 contrajo matrimonio con Erundina González, natural de Villager, de cuyo matrimonio nacieron una hija (Josefina) y un hijo (Joaquín).

Mis primeros recuerdos de Joaquín se remontan allá por el final de los años cuarenta, durante mi adolescencia. Por aquel entonces, mi hermano mayor -de la edad de Joaquín, poco más o menos- estaba empleado en la Administración de Correos, y por su trabajo tenía que desplazarse dos veces por semana a León. En todos los viajes le traía periódicos de tirada nacional a Joaquín -en aquellos años los únicos periódicos de tirada nacional que llegabas a Laciana eras “El Caso” y «El Pueblo», periódicos que a Joaquín no le interesaban lo más mínimo. El Caso sólo hablaba de dramas y El Pueblo era un periódico del «Glorioso Movimiento». Sabido era que las autoridades censuraban cualquier tipo de publicación que no fuera afín al poder establecido, pero para quien, como era el caso de Joaquín, supiera leer entre líneas, siempre había algo interesante que encontrar, especialmente en la revista “La Codorniz”.  Como Joaquín tenía su puesto de trabajo en una oficina de la MSP, ubicada al lado del cargue de Calderón, diariamente pasaba frente a mi casa para ir al trabajo. Yo, por indicación de mi hermano, era el encargado de entregar a Joaquín los periódicos que le traía de León. Supongo que, debido a eso, y a pesar de la diferencia de edad entre ambos -23 años-, se inició una relación entre nosotros; relación que fue incrementándose a medida que yo cumplía años. Él fue mi maestro en el juego del dominó y, cuando yo contaba 17 años, en no pocas ocasiones fuimos pareja de juego en el bar El Recreo. Le gustaba jugar conmigo de compañero, tal vez porque, al haber sido mi maestro, sabía perfectamente como jugaba yo; casi podría decirse que, sin verlas, sabía las fichas que yo llevaba.

Además de jugar al dominó, muchas otras cosas aprendí de él; por ejemplo, en las charlas que manteníamos antes y después de las partidas o sentados al atardecer en algún poyo del barrio, aprendí a no interrumpir, a escuchar más que hablar. Él jamás interrumpía a un interlocutor; hablaba poco y escuchaba mucho; si como era frecuente, alguno contaba una historia un tanto inverosímil, jamás le contradecía, como hacían otros; se limitaba a sonreír con cierta sorna y a darle una chupada a su inseparable faria. A veces, tras algún comentario difícil de creer, al quedarnos solos le decía: -¿Qué te parece lo que nos ha contado? A mí me suena a mentira-. Él sonreía y me decía: -Cuesta menos creerlo que ir a averiguarlo.  Era el ejemplo de la moderación. Jamás discutía. Ni siquiera en charlas en las que es difícil no discutir, como es el fútbol. Era aficionado del Barcelona, pero no era lo que se conoce como «un hincha». Cuando su equipo jugaba mal sabía reconocerlo y, sobre todo, no era anti nada. Es de reseñar que, intelectualmente, estaba muy por encima de la mayoría de los vecinos del pueblo. Recuerdo una anécdota que me quedó grabada para siempre: en cierta ocasión habíamos quedado citados en el bar Recreo para jugar una partida de dominó contra una pareja que era poco menos que invencible: César (el Garfietso) y Segundo (el Caimán) -en aquella época casi todos en el pueblo tenían un apodo-. A la hora acordada llegamos Joaquín y yo, y como los contrincantes aún no habían llegado nos sentamos en el poyo que había delante del bar. A los pocos minutos llegó Domingo (el Rubio). Joaquín, para quien la puntualidad era casi religión, viendo que los contrincantes no llegaban, un par de veces echó una mirada a su reloj de bolsillo. Instintivamente, Domingo (el Rubio) miró el suyo y, con el reloj en la mano, mirándolo fijamente como si fuera la primera vez que lo veía, empezó a contarnos una larga historia. Sabido era que Domingo era amigo de contar historias de difícil credibilidad. La historia, en síntesis, era que hacía unos días había perdido el reloj y que se lo habían encontrado. Pero para contarnos eso desgranó todo un rosario de personas que, de un modo u otro, habían intervenido en el evento. Creo que, según él, en la recuperación del reloj habían intervenido la mitad de la población del Valle. La historia terminó cuando César y Segundo aparecieron. Cuando entramos en el bar, antes de sentarnos, me acerqué a Joaquín y le dije: -Joaquín, para decirnos que perdió el reloj y que se lo encontraron, vaya charla que nos soltó. Quitó Joaquín la faria de la boca, esbozó un irónica sonrisa y me dijo: -Lo curioso del caso es que ni lo perdió ni se lo encontraron.

La partida, como casi siempre, la ganaron César y segundo. El dominó, como el ajedrez, requiere de gran concentración y en el bar de Armando, a la hora de la partida, era imposible concentrarse. En las seis o site mesas que había en el bar se jugaban partidas de tute y mus y en cada mesa se hablaba más alto que en contigua. La algarabía apenas si permitía oír lo que decía el compañero. Por ello, además de que tanto César como Segundo eran muy buenos jugadores, tenían una gran ventaja: César estaba más sordo que una tapia y, en consecuencia, las voces no le impedían concentrarse. No recuerdo haberles ganada nunca. Al terminar, siempre había algún guasón que, socarronamente, preguntaba: – ¡Qué, Joaquín! ¿Quién ganó? La respuesta de Joaquín solía ser siempre: El chigrero.

Un año más tarde, cundo yo tenía 18 años, nuestros caminos se separaron. Yo me marché a Barcelona, desde donde me fui voluntario a cumplir el servicio militar en el cuerpo de paracaidistas del ejército de tierra; participé en guerra de Sidi Ifni; afortunadamente salí ileso, y cuando me licencié me fui al extranjero; digo al extranjero, en general, porque fueron varios países los que recorrí. La separación, sin embargo, no fue total, porque yo, estuviera donde estuviera, casi todos los veranos me acercaba a Villager y, una de mis primeras visitas era a Joaquín. Casi todos los veranos nos veíamos, hasta que en 1984 falleció Erundina, su mujer. A partir de ahí si fue total la separación, ya que él, al quedarse solo, se fue a vivir con su hija Josefina a Barcelona. No sé muy bien como describir mis sentimientos hacia Joaquín. Tal vez, el que yo me hubiera quedado huérfano de padre desde que era un niño, mis sentimientos hacia él fueran más los de un hijo hacia su padre, que los de un amigo. Puede que por eso, durante los 25 años que transcurrieron sin verle, le echaba mucho de menos.

Nuestro reencuentro tuvo lugar en Agosto de 2008, un año después de que él y su hija Josefina regresaran definitivamente a Villager y se instalaran definitivamente en su casa del Postoiru, en la que ambos habían nacido. Recuerdo mi gran sorpresa cuando un día del mes de agosto, después de comer, fui a tomar café al hogar del jubilado y me encontré él. Yo, como solía y suelo hacer, siempre que voy a Villager me acerco al hogar para echar una partida y conversar con los amigos. Cuando entré en el hogar y lo vi, sin mediar palabra me dirigí hacia él y le di un abrazo. Joaquín se quedó un tanto sorprendido porque, en un principio no me había reconocido. Nada de extrañar, puesto que habían transcurrido 25 años desde la última vez que nos habíamos visto. Mi fisonomía había cambiado mucho; los avatares de la vida y, sobre todo, la pérdida total del pelo había operado en mí fisonomía una profunda transformación.

Ni que decir tiene que, recordando viejos tiempos, volvimos a jugar de compañeros más de una partida de dominó en el hogar del jubilado. Quizá por cosa de suerte o porque los contrarios que tuvimos no eran demasiado buenos, ganábamos todos los días. Una tarde, al terminar la partida, me dijo: -A ti y a mí, al dominó, no hubo quien nos ganara. -Te olvidas de César y de Segundo, le respondí. No dijo nada. Sacudió la ceniza de la faria al tiempo que un hondo suspiro brotó de su pecho. Comprendí que mi observación le había transportado a otros tiempos. Después de la partida, bien entrada ya la tarde, en mi coche, a veces, y paseando otras, nos encaminábamos hacia su casa. Allí, sentados en el corral, contemplando como el sol se escondía tras La Pinietsa, mientras disfrutábamos de una suave brisa procedente de la Collada, y del inconfundible olor a hierba recién segada, Joaquín abría la caja de sus recuerdos, la que pude comprobar que llevaba años cerrada, y con tristeza algunas veces y con emoción otras, me relataba cómo habían transcurrido todos aquellos años en Barcelona. Sabes, amigo Piorno -me decía, mientras estrechaba mi mano-. Mi estancia en Barcelona, rodeado de tanta gente, pero en la más absoluta soledad, fue como un destierro; fue como si me hubiesen robado todos esos años de vida; vida que recupero aquí al contemplar el hermoso e inigualable paisaje que tengo ante mí y, además, poder contemplarlo mientras hablo con un buen amigo. A veces, después de un comentario guardaba silencio durante unos minutos, silencio que yo no osaba interrumpir.

Cierto día, tras uno de sus silencios, con el color de la nostalgia reflejado en sus ojos, me dijo: -Nunca he temido a la muerte; es más, a veces hasta la he deseado, pero me aterraba pensar que nunca volvería a mi pueblo, a mi casa, a la casa que fue de mis padres y de mis abuelos. Llegué a creer que jamás volvería a contemplar cómo se esconde el sol tras la Pinietsa. Ahora soy plenamente feliz.

El 4 de octubre de 2012, a los 97 años exhaló su último suspiro y fue a reunirse con su amada Erundina. No pude ir a su funeral. Me enteré de su fallecimiento unos días más tarde, a mi regreso de un viaje de trabajo por extranjero; concretamente, fue el día 7 del mismo mes, fecha de mi cumpleaños. Por eso, cuando llega esta fecha lo recuerdo con mayor intensidad. Siempre permanecerá en mi recuerdo como lo que fue: una buena e íntegra persona.

Piorno-Kirschenfeld

8 thoughts on “SE LLAMABA JOAQUÍN MORÁN

  1. gracia Piorno por dedicar ese bonito comentario a la memoria de Joaquín. Lo merecia porque era una buena persona. Yo trabajaba en Calderon y me acuerdo de cuando nos pagaba el sueldo el 10 de cada mes.

  2. Yo, como todos los de su época en Villager, también lo conocí y estoy de acuerdo de que era nuy buena persona y gran fumador de farias.

  3. De nuevo amigo Piorno nos deleitas con uno de tus acostumbrados recuerdos, lleno de ternura y admiración por un hombre en su esencia bueno.
    Esos pequeños detalles que tu prodigiosa memoria nos narra, son lo que verdaderamente representa nuestra vida, aquello de lo que estamos hechos. Somos lo que decimos, pero también lo que callamos –como esos silencios que mencionas en tu amigo Joaquín-, evitando confrontaciones e innecesarias disputas.
    La vida de Joaquín, la tuya amigo Piorno, y la mía también, ha sido cuando menos “movidita”, dejando aquí y allá- girones del alma_ que son las personas queridas, los amigos que irremediablemente se quedan en la distancia.
    Un encuentro con un gran amigo después de 25 años como te ocurrió a ti amigo Piorno con Joaquín, tiene que compensar otras muchas ausencias.
    Te felicito por tu preciosa narración y no dejes de deleitarnos con tus recuerdos.
    Un fuerte abrazo.
    nano

  4. Amigo Nano. Gracias por tu siempre sentido mensaje. Perdona que haya tardado en aceptarlo. Hacía un par de días que no abría el ordenador. El motivo es que, debido al fallecimiento de un familiar muy cercano, me encuentro en Villablino. Aunque el fallecimiento se produjo el 20 de septiembre, estamos aquí para intentar poner unas cuantas cosas en claro. Él era quien se encargaba del control de los arrendamientos de pisos y locales de la familia, entre otras cosas, y como estaba y vivía solo, sin que ninguno de los hermanos se preocupara de nada, puedes imaginarte el tinglado que tenemos ahora. Era el más joven de la familia (67 años) y, consecuentemente, se suponía que sería el último en fallecer, pero un inesperado infarto truncó todos nuestros planes.
    Espero que os encontréis bien.
    Un fuerte abrazo.

  5. Siento amigo Piorno el fallecimiento de tu familiar, como bien dices por lo inesperado. Deseo que todo lo podáis solucionar satisfactoriamente, y su recuerdo permanezca en vuestra memoria.
    Mi más sentido pésame.
    Nano

  6. Yo, por mi edad y por haber salido fuera de Villager a estudiar, desde muy pequeño, no tuve contacto con Joaquín, pero cuando le leí tu relato a mi padre, que si lo conoció y que, por lo que he visto, eran buenos amigos, me dijo, muy emocionado, que decir que Joaquín era un buen hombre, era quedarse corto. Es bueno que personas como tú, a quien no conozco, relaten historias de gentes de nuestro pueblo.

  7. Hola, «Los Chopines». Estoy totalmente de acuerdo con el comentario de tu padre.
    Yo tampoco sé quién eres tú, pero siendo de Villager y siendo tu padre amigo de Joaquín, no me cabe duda de que conozco a tu familia. Me gusta el nick que te has buscado y, por lo que me cuentas, al igual que a Joaquín, tampoco lo has conocido, ya que los Chopines, punto de referencia en el camino de Buen Verde, lamentable e incomprensiblemente, fueron cortados hace muchos años. Gracias por entrar en mi blog, y espero poder seguir leyendo tus correctamente escritos comentarios.

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