Hoy, víspera de San Lorenzo, la fiesta de mi pueblo, Villager de Laciana, como caballos desbocados, vienen a mí memoria infinidad de recuerdos de mi infancia y mi adolescencia. Sentado en la terraza de mi casa, a muchos kilómetros de Villager, con la vista puesta en el horizonte, como tratando de alcanzarlo con la mirada, dejo volar mi memoria en el tiempo, y con lo primero que me encuentro es con las luces producidas por las llamas de una hoguera, en torno a la cual, como siluetas fantasmagóricas, al son de la música procedente de un viejo magnetófono, cantaban y bailaban los húngaros.
En días anteriores a estas fechas, hace ya setenta y tantos años, por la carretera de Ponferrada, dos carromatos, parecidos a los que utilizaban los colonos en las películas de Far West, aparecían en Villager, y, como cada año, se instalaban en la campa que llamábamos el Islán -no confundirlo con el islam-. Una campa, parte de la cual era usada por la MSP para descargar el carbón que, poco a poco y, transportado con carros, iría a calentar las cocinas de los vecinos de Villager y las de los pueblos limítrofes. En una esquina de la campa, en la que no descargaban carbón, allí, a la izquierda de la carretera de Caboalles, aparcaban los húngaros sus carromatos; bueno, aunque eran conocidos como los húngaros, en realidad, eran zíngaros rumanos que habían huido, desesperadamente, de las garras de Hitler. Pero, puesto que eran conocidos como los húngaros, seguiremos llamándolos así.
Traían consigo un enorme oso pardo, viejo y escaso de dientes, al que el domador, un húngaro ya entrado en años, y padre de dos hijos y una hija, llamaba Mariano, y con el que hacían sesiones de circo en el salón de baile del Ferreiro. No recuerdo lo que las personas mayores pagaban por la entrada, pero si recuerdo que a los pequeños nos dejaban entrar gratis. El salón, a excepción de un pequeño corro, en el centro, al rededor del cual nos apiñábamos pequeños y mayores -los mayores sentados en sillas, y los pequeños sentados en suelo-, se llenaba a reventar. En aquel pequeño corro, en el centro del salón, domador y oso, hacían las delicias de pequeños y mayores. Decía el domador, con voz potente: “Baila Mariano” y el oso se ponía de pie haciendo unos movimientos que, con bastante imaginación, podían ser considerados como un baile. Luego decía el domar: “Túmbate, Mariano” y a esta orden el oso se tendía todo lo largo que era, a veces, apoyando su enorme cabeza sobre los pies de alguno de los niños que, sentados en el suelo, componíamos la primera fila. Una suerte que el oso, viejo, desdentado y con bozal, tenía la mansedumbre de una oveja, porqué, de otra forma, bien podía haber ocurrido una desgracia. La segunda parte del espectáculo lo componía una cabra, no menos vieja que el oso, subiéndose a una escalera. Al finalizar la sesión la gente aplaudía a rabiar.
La familia de los húngaros estaba compuesta por el matrimonio y tres hijos; dos mocetones, morenos, altos, fornidos, bien proporcionados y bien parecidos, por los que más de una moza de Villager bebía los vientos, y una hija; una muchacha preciosa, alta y esbelta, de pelo y ojos negros como el azabache, que traía en jaque a no pocos mozos del pueblo. Uno de los hermanos tocaba la trompeta y el otro el saxofón, y, la chica, con deliciosos movimientos, tocaba la batería; lo cierto, al decir de la gente del pueblo, es que lo hacían muy bien. Todos los años eran contratados por la comisión de festejos para amenizar el baile, que se hacía en uno de los prados del pueblo, en el que aún flotaba en el aire el inconfundible y delicioso olor a hierba recién segada. La comisión de festejos, con la orquesta de los húngaros, tenía la gran ventaja de que no necesitaban instalar altavoces: tenía tal potencia el sonido su música que, sin necesidad de altavoces, se escuchaba en todo el pueblo; incluso, en los pueblos limítrofes. Además, eran incansables. Recuerdo cómo muchos de los mozos, en vez de bailar, se arremolinaban en torno al templete, no tanto para escuchar la música, como para ver de cerca aquella belleza húngara.
Por las noches, los recuerdo tocando y bailando en torno a una hoguera que tenían encendida continuamente, no tanto para calentarse, como para que les sirviera de alumbrado. Algunos chiquillos del barrio, entre los que me encontraba, escondidos entre las escobas de las Equemadas -nombre de un pascón situado a otro la dado de la carretera, en el lugar donde años más tarde construyó su casa Casimiro el zapatero, transformada hoy en La Campanona-, en la oscuridad de la noche y a la luz y el chisporrotear de las llamas de la hoguera, contemplábamos fascinados sus cánticos y sus bailes. No nos perdíamos el espectáculo ni una sola noche, a pesar de que sabíamos la regañina que nos esperaba por llegar tarde a casa.
Un par de semanas más tarde, después de transcurridos los festejos, los carromatos desaparecían, quién sabe hacia dónde. Yo, con nostalgia, los imaginaba en otros pueblos tocando y bailando entorno a la hoguera. Hoy, después de tantos años, los sigo recordando. Recuerdo sus cánticos y sus siempre sonrientes rostros, claros síntomas de que eran felices con su vida errante.
Años más tarde, cuando Casimiro construyó su casa, frente al islán, en la que, además de la zapatería -su principal negocio-, abrió una especie de chigre para los vecinos más allegados, cada tarde, en compañía de Chucho, Gelín, Pepín y César Alonso, me sentaba frente a la ventana que daba al islán, y, ante un gran chanqueiro de vino, mientras César, con su maravillosa y elegante forma de contar historias -algunas, casi reales; otras, las más, producto se su gran imaginación-, recodaba, con cierta nostalgia, aquellos tiempos en los que nos visitaban los húngaros. Yo, mirando a través de la ventana, en mi imaginación, me parecía estar viéndolos.
Hoy, en la víspera de San Lorenzo, los recuerdo y me pregunto qué habrá sido de ellos. Probablemente, dada su edad en aquellos días, al igual que Chucho, Gelín, Pepín y César, ya se hayan ido de este mundo para siempre, pero, tanto ellos, como mis amigos, mientras yo viva, vivirán también, en mi recuerdo,
Emotivo relato.
V.
Emotivo relato.
Gracias V. Aunque no sé quien eres, agradezco tu comentarios.
Amigo Piorno:
Ancestral y emotivo recuerdo de tiempos pasados que, sin duda, fueron mejores que los actuales. Al menos el día del patrón la alegría, el buen humor y la “folixa” reinaba en nuestro querido pueblo.
Yo, como cada año, acudí a la llamada del Santo; pero no encontré la misma agitación, ni siquiera en la cocina, que años atrás bullía en un sinfín de idas y venidas de las cocineras y pinches preparando las viandas para una legión de invitado; unos pocos familiares y el resto amistades de mi sobrino. Este año ni Paulino nos acompañó en la cena, sólo su hermana y su sobrina acudieron a la cita. También me dio la impresión que muchos de los “velaxos” de la diáspora tampoco acudieron a San Lorenzo. Uno de los que no pude saludar como en años anteriores fue a ti, aunque espero y deseo que solamente fuera por motivos logísticos y no de salud. Seguro que el próximo año estrecharnos las manos y, sin mascarilla, podremos charlar de lo divino y humano sin restricciones.
Un fuerte abrazo y espero verte pronto.
Hola Teofichu,
El motivo de faltar a San Lorenzo, por primera vez desde hace muchos años, no ha sido por causa de enfermedad sino más bien por precaución. Además, como tú bien dices y como yo me imaginaba, este año, la fiesta, por razones obvias, no podía ser la de siempre.
Siempre se dice que cualquier tiempo pasado fue mejor; para los que tenemos más pasado que futuro, que duda cabe de que así es. Tú, probablemente, no conociste los San Lorenzos amenizados por los húngaros, pero para mi, sin lugar a dudas, fueron los mejores; muy posiblemente, porque recuerdo tiempos y gentes que ya no volverán.
Espero que el próximo año podamos vernos y darnos un abrazo.
Querido amigo Piorno, que recuerdos tan emotivos me trae tu relato. Los húngaros, aquellos personajes casi míticos de aquellos años, me han hecho volver a vivir un hecho que siempre recuerdo con verdadera pena…Tendría yo unos diez o doce años cuando ese verano falleció mi abuelo paterno, Manuel Gancedo, Moscas . Por aquellas fechas llegaron los húngaros a Villager y cuando todos los chiquillos nos enteramos que iban a actuar en el Postoiro, cerca de mi casa, todos nos revolucionamos esperando poder acudir a disfrutar de semejante evento. Pero por aquellas fechas, los adultos tenían una estrechez de miras increíble. Cuando llegó el momento de la actuación a mí no se me permitió acudir por aquello de que «estábamos de luto», y que dirá la gente si me ven divirtiéndome estando de luto. Estábamos de veraneo, y con nosotros una prima mía tres años más pequeña que yo. Ella si pudo asistir, ya que mi abuelo no era el suyo por ser de la otra rama familiar…. Estuve llorando sin parar todo el día y parte de los días siguientes…. !Que tiempos aquellos! Me duró la pena todo el verano.
Un abrazo, querido amigo, por recordarnos tantas cosas de nuestra niñez y de aquellos años.
Guaja
Bonitos y emotivos recuerdos amigo Piorno, precisamente en esta época de reclusión obligada, donde la mente que no para ni en momentos de pandemia, te lleva a otras épocas lejanas donde las cosas más sencillas tenían un enorme sentido en nuestras juveniles existencias.
Supongo que no serían los mismos húngaros que nos visitaban en Vegapujin, porque solo recuerdo los equilibrios de una cabra subiendo por una escalera y parándose de una manera asombrosa en una tabla cuadrada de minúsculas proporciones.
También recuerdo, y quizás tú también, los llamados “quinquilleros „que nos asombraban cuando abrían el cajón de madera que traían a cuestas y nos mostraban sus baratijas.
Recuerdas amigo Piorno con cierta nostalgia, lo felices que eran aquellos zíngaros que hoy con la maestría habitual sacas a la luz de la historia, quizás pensando, que alguien en algún momento narre nuestras historias de andar por el mundo buscando igual que ellos seguir viviendo.
Un fuerte abrazo.
Amiga Guaja,
Leyendo tu anécdota recordé algo muy similar que me sucedió a mí, aunque con ciertas diferencias. También yo, cuando tenía ocho o nueve años, en carnavales, conjuntamente con otros niños de mi edad y de mi barrio, nos disfrazábamos -bueno, más bien debería decir que nos pintarrajeábamos, porque en aquellos tiempos no teníamos disfraces- y hacíamos un recorrido por las puertas de los vecinos cantando y tocando la pandereta para que nos dieran el aguinaldo que, en la mayoría de las veces, solía ser unos caramelos, un puñado de nueces o de castañas. Pues bien, cuando ya estábamos a punto de emprender la gira, llegó a mi casa la noticia de que mi abuelo paterno -al que yo no llegué a conocer, porque vivía en un pueblo al otro extremo de la provincia y, en aquellos tiempos, un viaje así era comparable a cruzar hoy un par de océanos – había fallecido. Recuerdo el momento cuando mi madre mi dijo que no podía ir a cantar porque, aunque yo no lo hubiera conocido, era mi abuelo y había que guardar luto. A mí, que se hubiera muerto un señor al que no había visto ni oído en mi vida, no me entristecía lo más mínimo; yo, que no conocí a ninguno de mis abuelos, ni maternos ni paternos -todos los demás, abuelos y abuelas, habían muerto antes de nacer yo-, puedes imaginarte lo que para mí, a esa edad, la muerte de un hombre desconocido, por más que me dijeran que era mi abuelo, podía suponer.
La intervención en mí favor de algunos de mis hermanos, bastante mayores que yo -soy el más pequeño de siete hermanos, y la que me precede, una chica, me lleva diez años- me salvó de tener que olvidarme del carnaval y, consecuentemente, del consabido berrinche; lo que te sucedió a ti con la actuación de los húngaros; así que, en eso, salí mejor parado que tú.
Con el paso del tiempo comprendí lo que me había perdido por no haber tenido abuelos. No sé si ellos murieron muy pronto o si yo nací muy tarde; probablemente, fue esto último, ya que como en cierta ocasión oí comentar a mi padre con unos amigos que le preguntaban cómo había tenido un hijo tantos años después de la última hija, soy el producto de un descuido.
Un abrazo.
Mi buen amigo Nano,
Ignoro si los húngaros que iban por Vegapujín eran los mismos que iban a Villager o si eran otros. Por lo que me cuentas, parce que eran otros, aunque probablemente, huidos por los mismos motivos o, quién sabe, quizá únicamente, como nos sucedió a ti y a mi, buscando otra forma de vida. Amigo Nano, ¡Cómo se ve que has estudiado hermenéutica!
Un fuerte abrazo.
Paco que bonito todo lo que escribes, ya me gustaría a mi soltar tantos recuerdos y también tantas vivencias con la claridad que tu lo haces gracias por hacernos revivir esos recuerdos que los hago mios también. Un abrazo.
Gracias, Esther; por tus comentarios y por ser lectora de mi blog. Como bien sabes, los que tenemos más pasado que futuro, quizá en un intento de volver a vivir -como decía el poeta- sentimos la necesidad de recordar los tiempos de nuestra adolescencia; sin duda, por lo que a mí concierne, la etapa más feliz de la vida.
Paco todas la época se son bonitas las buenas se disfrutan y de las malas se aprende, Fíjate yo con 84 y pienso que es uno de mis mejores momentos, es cuando creo que soy yo misma de verdad. Antes eran los padres y después tu familia que nadie te obliga., pero te lleva, creo que me entiendes. Gracias por rememorar todo lo que cuentas que nos mueve un poquito el alma. Abrazos
Hola Piorno!!!! Cuanto tiempo!!!! Hermoso tu relato y emotivo…. mientras lo leía en voz alta, y Enrique escuchaba lo disfrutamos mucho como también los de tus amigos. nos trajo el recuerdo de nuestra niñez cuando venían al pueblo los circos con animales super amaestrados, los payasos, el globo de la muerte, y otros espectáculos sobre todo el circo de Los hermanos Villalba. Cuando cada año llegaba era toda una fiesta para grandes y chicos. que empezaba cuando levantaban la enorme carpa y paseaban por las calles a modo de propaganda a los pobres animales enjaulados….Hoy en el predio donde se instalaban funciona el Servicio metereológico que nos informa el pronóstico del tiempo en nuestro pueblo y alrededores. Cuando pasamos por ese lugar siempre lo miramos con nostalgia. Tu relato también nos trajo el recuerdo de nuestros viajes y recorridos por Vegapujín, Laciana y otros lugares…¡Que bien lo pasamos! Un abrazo
Hola Tere,
Gracias por tu mensaje. Es de agradecer que, a pesar de la distancia, haya personas como tú y como Enrique que, con nostalgia, recuerden las pequeñas vivencias de tiempos pasados. Me ha alegrado leer que habéis disfrutado leyendo mis relatos, así como los comentarios de los lectores. En contra partida te diré que yo también disfruto contemplando tus obras pictóricas. Ni te cuento las acuarelas de Mercedes, son de tal belleza que me paso minutos y minutos contemplándolas. Sois dos artistas.
Un abrazo.